lunes, marzo 12, 2012

LA ORACIÓN DE JESÚS EN LA CRUZ - Reflexiones para la Semana Santa

SERMÓN DE LAS SIETE PALABRAS
  
Presentación

Para algunos, el tiempo de Semana Santa evoca momentos imborrables. Recuerdo que, con la llegada de cada Semana Mayor en la Venezuela de mi niñez y juventud, se anunciaba el nombre de un predicador excepcional, quien conmovía a cientos de miles de feligreses que se congregaban para escucharlo en vivo o alrededor de un aparato de radio, para seguir sus sermones a través de las ondas. En efecto, todavía muchos venezolanos recuerdan gratamente la oratoria singular de Monseñor Jesús María Pellín, pastor insigne y periodista enérgico y valiente que, exponiendo sus magníficas y penetrantes homilías los Viernes Santos, explicaba a los presentes y a los radioescuchas cada una de las Siete Palabras desde la perspectiva de los asuntos sociales, morales y espirituales que enfrentaba el país de entonces.

Con meridiana claridad, despojado de todo temor y sin ambages, señalaba Mons. Pellín conductas abusivas, errores y omisiones de los encumbrados políticos, de los responsables de la economía, de la sociedad encopetada y hasta del borrachito impertinente dentro del templo.

Aunque nos gusta­ría imitarlo, descubrimos en estas líneas una enorme distancia con las incisivas prédicas del preclaro obispo. No renunciamos, empero, a señalar y enfrentar con energía y decisión los males que se observan hoy y aguijonean al hombre porque se han convertido en «males estructurados», muy profundos que, por otra parte, son el origen, la raíz, de la crisis generalizada que se experimenta en todas partes, pero en especial donde la compasión se echa de menos y la libertad se encuentra secuestrada.

Hace mucho tiempo que Venezuela sufre. Pero el país que vemos, en este momento más que nunca padece porque se encuentra crucificado en un ingente número de sus hijas e hijos, que entienden que ese camino a que son obligados transitar no les depara futuro alguno.

Tanto quienes en este momento residen en Venezuela como los que hemos debido emigrar, todos, vivimos un auténtico exilio. El exilio consiste en no poder reconocer la tierra que nos vio nacer o que nos tocó vivir hasta el fin del siglo XX.

Este país, dirigido hoy por gobernantes represivos y apoyados por toda clase de forajidos y oportunistas, se encuentra sumido en las mayores y definitivas miserias de orden material, intelectual, moral y espiritual. Se han levantado de la nada seudolíderes pillos y sus incondicionales socios hampones que proclaman ideas mortecinas, claramente superadas hace décadas.

Pero las Escrituras advierten a los perversos:

«¡Ay de los que establecen decretos inicuos, | y publican prescripciones vejatorias, para oprimir a los pobres en el juicio | y privar de su derecho a los humildes de mi pueblo, | haciendo de la viuda su botín | y despojando a los huérfanos![1]».

 

Invito al amable lector a sumarse a la oración de Jesús con el pensamiento puesto en todas las necesidades del hombre, en especial las morales y espirituales de quienes residen en Venezuela o en cualquier lugar del planeta donde haga falta sembrar los campos con la “buena semilla” de justicia y paz. También tengamos presente en esa oración a tantos hermanos nuestros perseguidos hoy con furia en muchos otros lugares del planeta a causa de su fe. Pensemos en ellos, en los inocentes, en los convertidos e, incluso, aunque nos cueste violentar lo más íntimo de nuestros sentimientos muy humanos, en los que continúan haciendo tanto daño.

1. La oración de Jesús

Las siguientes páginas recogen reflexiones de las Siete Palabras, apropiadas especialmente para animar la piedad de los creyentes durante la Semana Santa. En concreto, estas Siete Palabras, recogidas por los santos Evangelios, constituyen las expresiones de los últimos momentos de Jesús en la Cruz: su testimonio supremo ante el sufrimiento.

Aunque la meditación de la Pasión está recomendada para todo el tiempo de Cuaresma, las Siete Palabras son meditadas tradicionalmente el Viernes Santo. Es interesante observar que la primera palabra es de “perdón” («Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen»[2]), y la última, de “confianza” («Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu»[3]). Ambas, puede afirmarse, equivalen, respectivamente, a “compasión” y “entrega”.

El Viernes Santo se suprime la celebración de la Eucaristía para dar paso, en la Liturgia de la Palabra, a la contemplación del acontecimiento del cual se enraízan todos los Sacramentos de la Iglesia, ya que del costado de Cristo en la Cruz nace la comunidad de creyentes, la Iglesia misma.

Cuando Jesús enfrentó la muerte, renunció a cualquier respuesta violenta; aceptó la misteriosa voluntad del Padre en amor y obediencia, y se entregó mansamente, como cordero llevado al matadero[4].

Murió excusando («no saben lo que hacen»), que es más que perdonar. Jesús perdona a quienes lo crucifican, ofreciéndose a sí mismo como oblación a su Padre, por amor a todos los hombres.

Quienes creemos en Jesucristo como Hijo de Dios y Salvador de la humanidad, no podemos olvidar que el Evangelio, cuando nos propone expresamente seguir a Jesús, destaca estos rasgos recogidos por la Sagrada Escritura: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón»[5] y también «El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, cargue con su cruz y me siga»[6].

2.  Jesús nos llama

En la vida de Jesús es una constante la permanente invitación al seguimiento. Es más, toda la Biblia es la historia de las llamadas de Dios a los hombres a través de diversos acontecimientos: un señal prodigiosa, una palabra, una invitación particular, una tarea, un va­cío, una contrariedad, un encuentro, una simple mirada, o la propia vocación[7], descubierta en la intimidad del ser…

Dios se manifiesta a cada uno del modo que le parece más apropiado. A Abraham le llamó desde la fe, a Moisés desde la zarza que ardía sin consumirse, a Elías como brisa dulcísima, a María se le aparece el ángel enviado por Dios, a José le habló en sueños, a san Pablo desde una luz enceguecedora... ¿Has pensado de qué manera te ha convocado a ti? Se puede hacer camino sin conocer la propia vocación, pero siempre terminará uno topándose con “la señal” dejada por Dios en cada alma.

El elemento común en todas las convocaciones que Dios hace es su inmenso Amor. Y es en el sacrificio de la Cruz donde encontramos la suprema manifestación del Amor, la fuerza de Dios[8], que atrae la atención no sólo de los que siguen a Jesús, también del iracundo pueblo que pidió su muerte, habiendo sido manipulado por sus máximos líderes políticos y religiosos. ¿Quién dijo que un pueblo no se equivoca?

Jesús en la Cruz atrae también la atención del pagano y del incrédulo como lo demuestra el centurión romano: «Verdaderamente este hombre era hijo de Dios»[9], afirmación que expresa aun sin saber lo que esa frase significaría para la posteridad. Proclama el santo Evangelio: «Mirarán al que traspasaron»[10]; en adelante, ninguna persona podrá mirar a Jesús, clavado en la Cruz, sin descubrir su propia maldad.

La muerte de Jesús no fue un accidente en su vida[11]. Esa muerte constituyó la entrega suprema y definitiva de Dios al Plan de Redención, que se vio coronado por la Resurrección de su Hijo; fue, en fin, la expresión sublime del amor infinito de Dios a su criatura más querida.

Desde el comienzo de su vida pública y en repetidas ocasiones, el Señor anunció su muerte[12]. Durante su vida terrenal Jesús fue descubriendo progresivamente las exigencias de su misión; por eso se preparó para enfrentar el Mal en todas sus manifestaciones, incluso el mal superlativo: la muerte[13]. Ciertamente, todo le tenía que ser sometido y la muerte física no podía ser excluida[14], porque Jesús, el Hijo Unigénito de Dios, que se hizo verdadero hombre[15], el Hijo eterno[16], es el Verbo, que es en Dios y es Dios frente al Padre[17] y el Espíritu Santo.   

3.  Una reconciliación inmerecida

Afirma san Pablo que Cristo ofreció su vida por todos los hombres con el objeto de reconciliarlos con Dios[18]. Con esa reconciliación universal derribó el muro de enemistad que separaba a los pueblos[19] y ofreció a la humanidad, además, la alegría de una Buena Noticia[20]. Por eso Jesús «fue arrancado de la tierra de los vivos; por las rebeldías de su pueblo ha sido herido»[21].

La novedad de la Buena Noticia, única en la historia de las religiones, que habla del amor más grande y sublime, constituye un regalo que debe ser asumido por cada uno y anunciado como tal a toda la gente, a todos los pueblos, a la Creación entera, porque así lo quiso el mismo Jesucristo antes de despedirse de sus amigos[22].

En una ocasión leí esta hermosa expresión: la redención de Cristo, don para el hombre y para toda la creación, se nos da de arriba hacia abajo para que lo trabajemos de abajo hacia arriba. Es decir, la Buena Nueva que Dios nos ofrece es un presente que se nos dispensa gratuitamente, pero contiene en sí una tarea: la exigencia de ser asumida, anunciada y transmitida como don por y para todos los hombres, con todas sus consecuencias. Trabajar por el Reino es ocuparse de transformar los corazones del entorno, comenzando por la conversión propia.

4. Trabajar por el Reino

El cristiano está llamado a restaurar el plan originario de Dios, plan que ya fue iniciado en la historia humana por Jesucristo, el Hombre perfecto.

La tarea por realizar es inmensa. Hay un enorme reto con relación a las creencias y prácticas inadecuadas[23] que el hombre debe combatir: la hechicería, la astrología, el erotismo, el consumismo, sólo por mencionar algunas, las cuales pueden ser expresiones resultado de las grandes inquietudes de la gente, a las que los cristianos continuamos, muchas veces, sin dar una respuesta conveniente. Igualmente, resulta necesario advertir al hombre de hoy las trampas del fundamentalismo ideológico (ya sea religioso o político), el mercantilismo, la competitividad obcecada, la esclavitud del sexo desenfrenado, la pornografía y la persecución alocada por dinero y poder.

Jesús vino para que los ciegos vean, los cojos anden, los leprosos queden limpios, los sordos oigan, los muertos despierten y una Buena Nueva llegue a los pobres[24], en especial a los que han perdido toda esperanza.

La misión de Jesús corresponde ser continuada por sus discípulos, comenzando por los que han sido sumergidos en las aguas del Bautismo y, con más razón, por aquellos que han escuchado y se han comprometido con la radicalidad del Evangelio. Orgullosos debemos sentirnos, al haber sido designados «ayudantes de Dios»[25].

¿Cómo evadir nuestras responsabilidades para con Él y con el prójimo? Pensemos en que cada uno de nuestros actos es corredentor cuando está unido a los de Jesús crucificado. San Pablo era consciente de esta dimensión misteriosa cuando expresó: «Completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia»[26].

El Señor nos acompaña en la misión[27]. No sólo eso; para el recordado san Juan Pablo II «el cristiano no está solo en su camino de conversión. En Cristo y por medio de Cristo la vida del cristiano está unida con un vínculo misterioso a la vida de todos los demás cristianos en la unidad sobrenatural del Cuerpo místico. De este modo, se establece entre los fieles un maravilloso intercambio de bienes espirituales, por el cual, la santidad de uno beneficia a los otros, mucho más que el daño que su pecado les haya podido causar[28]».

5.  Desde la fe

Antes de iniciar la meditación de las Siete Palabras proponemos la siguiente interrogante a ciertos cristianos que advierten fría su fe: ¿qué sentido tiene hoy la Cuaresma, la Semana Santa y la Pascua cuando nos encontramos vacíos de fe, sin raíces, sin una disposición especial para celebrar los principales misterios cristianos que propone la Iglesia para estos tiempos litúrgicos?

El modelo de toda llamada a la fe lo encontramos en la Biblia, concretamente en los capítulos 12 al 24 del libro del Génesis. Se trata de la historia de Abraham, a quien Dios pidió que saliera «de su tierra, de su parentela y de la casa de tu padre» para que se dirija a una tierra desconocida.

La llamada de Dios tiene lugar en la incertidumbre  de la vida y la oscuridad de la fe, donde todos los razonamientos humanos son impotentes para descifrar. La manera en que Abraham responde a la llamada de Dios es modelo a seguir en nuestro camino de fe: su actitud de escucha interior, su confianza total en Él, y su valentía en arriesgarse a hacer lo que le pide su Señor.

La fe es entregarse, es caminar incesantemente tras el Rostro del Señor que no ves, pero lo percibes y distingues en tu interior y en el prójimo. Abraham es un eterno caminante en dirección a una patria soberana, y tal Patria no es sino el mismo Dios. Creer es partir siempre.

6.  De la fe en Dios al amor al prójimo

En la reflexión que haremos de la segunda Palabra, uno de los ladrones crucificado al lado de Jesús, le hace una petición: «Acuérdate de mí cuando estés en tu rei­no»[29]. ¿No es ésta, de alguna manera, una auténtica profesión de fe, aunque fuera arriesgada y de última hora? Jesús no tarda en responderle: «En verdad, te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso»[30]. La distancia que separa al hombre con Dios es compensada por la iniciativa y la misericordia de Jesucristo, que nos invita a creer en Él y a seguirlo.  

Sólo cuando el hombre, con plena libertad, se abre al Misterio de Dios, la cercanía a Jesús transforma su vida. Dicho de otra manera: de nuestra apertura a Dios nace la fe. La consecuencia de esta relación cercana se evidencia en la transformación radical de la persona: de la amistad con Jesucristo surge un nuevo modo de relación con el prójimo, a quien se le verá siempre como hermano.

En el trance definitivo de la muerte cobra importancia singular la sinceridad que reconoce el pecado y el fracaso de la vida propia apartado de Jesucristo. Así, el llamado “buen ladrón” se confiesa: «Nosotros estamos sufriendo con toda razón, porque estamos pagando el justo castigo por nuestras fechorías»[31]. Es interesante observar con atención el proceso de conversión de este hombre para entender la misericordia de Dios. Pero también es oportuno tener muy presente que no hay que esperar al atardecer de la vida para convertirse al Señor.

La conversión personal es una tarea diaria y necesaria para entrar al Reino de Cristo. Un rei­no de compasión y misericordia para sustituir un mundo cada vez más cruel, inhumano y falto de compasión. El Reino de Dios merece la pena desearlo y abrazarlo con la fe y las acciones.

Decía Benedicto XVI, hoy Papa emérito, en la Carta Apostólica “Porta fidei”, por la cual invitaba a celebrar el Año de la Fe que «la fe sólo crece y se fortalece creyendo»[32], es decir, “queriendo creer”, deseando la fe. Dice el Papa en esa Carta, que «no hay otra posibilidad para poseer la certeza sobre la propia vida que abandonarse, en un in crescendo continuo, en las manos de un amor que se experimenta siempre como más grande porque tiene su origen en Dios»[33].

¿En qué creemos? ¿Cuál es el mensaje medular de la fe? Los primeros cristianos llamaban “kerigma” al anuncio esencial de las verdades de fe: encarnación, vida y enseñanzas, muerte y resurrección de Jesús. Con el tiempo, ese kerigma se irá transformando en lo que hoy conocemos como los “artículos de la fe”. Estos artículos han sido recogidos por diversos “credos”, de los cuales, el conocido como Credo de los Apóstoles y que a menudo proclamamos en la santa Misa, recibió la redacción final en la época de Carlomagno (aprox. 800 d.C.). Se cree que los Apóstoles compusieron la redacción fundamental del Credo antes de despedirse unos de otros para partir a evangelizar el mundo[34]. Su finalidad fue que hubiera claridad y unidad en la enseñanza transmitida por ellos.

Desear la fe es abrazarse al Hombre Perfecto, a Cristo, pidiéndole con humildad el don de una fe genuina.

7.  ¿Qué fe?

Los discípulos de Jesús suplicaron de esta manera: Señor, «auméntanos la fe»[35]. ¡En plural! No se presentaron ante el Señor de uno en uno, sino unidos. Este hecho tiene una gran significación para el cristiano: la auténtica fe se vive en comunidad, nunca en solitario.

Pedir la fe al Señor constituye el primer paso para que la “buena semilla”, como don plantado a partir el sacramento del Bautismo, comience a crecer y se fortalezca. No olvidar que ese crecimiento se inicia con la fe y el testimonio cotidianos de los padres, padrinos y de la comunidad de creyentes misma. Esto es, pues, la fe de la Iglesia.

Desde la óptica doctrinal, la «fe» es una virtud teologal, como lo son también la «esperanza» y la «caridad». Dada la significación de estas virtudes para el desarrollo de los pueblos, un santo obispo venezolano las denominaba “virtudes humanas”, porque ellas son constitutivas de todo ser humano y de toda sociedad abierta a la vida. Estas virtudes no son exclusivas del cristiano: pueden ser apreciadas en todas las culturas. En efecto, el hombre hecho a imagen y semejanza de Dios, su Creador, posee en lo más recóndito de su corazón una fe, una esperanza y un amor superiores que pueden ser experimentados y vividos por todos, creyentes y no creyentes. Efectivamente, por la fe, el hombre se sitúa abierto a la trascendencia; por la esperanza, abierto al futuro; y por la caridad, abierto al otro.

La fe es creer lo que no vemos. «La fe ¾decía san Pablo¾ es la manera de tener lo que esperamos; el medio para conocer lo que no vemos»[36]. Jesús dijo que «lo más importante de la Ley es la justicia, la misericordia y la fe!»[37]  La fe anima la esperanza y da sentido al amor, que está por encima de la ley.

El Catecismo enseña que «La fe es la respuesta del hombre a Dios, que se revela y se entrega a él, dando al mismo tiempo una luz sobreabundante al hombre que busca el sentido último de su vida»[38]

En una de sus últimas catequesis, el Papa Benedicto XVI se preguntaba «¿Qué es la fe? ¿Tiene aún sentido la fe en un mundo donde Ciencia y Técnica han abierto horizontes hasta hace poco impensables? ¿Qué significa creer hoy?»[39]. El Papa emérito manifiesta que «junto a tantos signos de bien, crece a nuestro alrededor también cierto desierto espiritual.» Y prosigue con estos otros acuciosos planteamientos: «¿Qué sentido tiene vivir? ¿Hay un futuro para el hombre, para nosotros y para las nuevas generaciones? ¿En qué dirección orientar las elecciones de nuestra libertad para un resultado bueno y feliz de la vida? ¿Qué nos espera tras el umbral de la muerte?». El Papa responde con estas hermosas palabras: «Tener fe es encontrar a este “Tú”, Dios, que me sostiene y me concede la promesa de un amor indestructible, que no sólo aspira a la eternidad, sino que la dona». ¡Hermoso! ¿No?

8.  La fe no es para enrostrarle a Dios la culpa de la miseria humana

En una hojita dominical[40] que he guardado, un sacerdote se hacía la siguiente pregunta: ¿Se puede tener fe cuando existen tantas injusticias, cuando hay tantos graves problemas en el mundo, cuando se alzan tantos gritos contra el hambre, la violencia, la pobreza y el dolor? ¿Se puede creer en Dios, que parece que guarda silencio ante tales situaciones?

El creyente es el que sabe que no puede echarle a Dios las culpas de los males del mundo porque esos males, ciertamente, han sido incubados por el hombre mismo. Del corazón del hombre salen los males que lo hieren. Al menos los males en los que se excluyen algunos fenómenos y desastres naturales pero que, en definitiva, tienen que ver con la ruptura primigenia del ser humano con la naturaleza. Por eso Jesús manifestó: «nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre»[41]

Tener fe es desear superar las dificultades con esfuerzo pero con los ojos dirigidos al cielo; es combatir el mal, no puesta la confianza en el valor humano, sino en el Poder de Dios.

Por eso el hombre de fe nunca es fatalista; tiene honda esperanza, lucha y trabaja porque sabe que se puede vencer el mal con el bien y el odio con el amor que le viene de Dios. Y para el crecimiento interior de la persona se hace necesaria una vinculación estrecha con Aquél que lo hace existir y purifica los corazones con la fe[42]. El crecimiento de la fe y de la vida cristiana requieren de un esfuerzo positivo y de un ejercicio permanente de libertad personal y formación.

Dios es un Padre que cuida de sus hijos: «¿No valéis más que las aves del cielo que ni siembran, ni siegan, ni almacenan y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta?»[43] Pero, «Si tuvierais fe como un granito de mostaza…»[44]

Dios, que es fiel, garantiza que nunca abandona a su criatura más amada, pero no hay que dejarse llevar por el error al que conduce la pasividad o la indiferencia. Se ha repetido muchas veces que el seguidor de Jesucristo debe confiar en la Providencia como si todo dependiera de Dios (el Reino de Dios…) y, a la vez, debe entregarse a su trabajo como si todo dependiera de sus propias posibilidades (… y su justicia). Nuestro mundo necesita urgentemente de testigos de la fidelidad y del amor de Dios.

9.  Fe y misterio

Está claro que la fe no es comprensible como lo puede ser una verdad matemática. Se afirma que la fe se ajusta a la categoría de misterio, lo cual no quiere decir que se refiere a  asuntos impenetrables, arcanos, herméticos, esotéricos o mágicos. Evidentemente, hay una clara limitación para la comprensión humana el someter a la inteligencia todo lo que significa Dios. Pero “misterio” tampoco significa algo que no se pueda entender, aunque a veces sea cierto. San Pablo emplea la palabra “misterio” (especialmente en la carta a los efesios[45]), en una expresión particular referida al plan salvífico: el “misterio”, es decir, lo que iba a realizar el Padre con su Hijo, especialmente en la pasión, muerte y resurrección, y que Dios se guardaba «escondido», sin que lo conociera nadie con claridad, para manifestarlo cuando llegara el momento propicio[46].

“Misterio”, pues, en clave teológica apunta a que la razón humana se sitúa frente a un “problema” de alcance profundo, extenso, inagotable... pero que, siempre que la reflexión lo aborde, con apertura de mente y de corazón, el misterio se va abriendo al entendimiento, mostrándose en un abanico de infinitas novedades...

Decía J. Ratzinger, aún Cardenal, que «La fe responde a un camino vital en el que la experiencia va confirmando poco a poco la creencia, hasta que se revela plena de sentido»[47]. La fe es un don de Dios porque es dada gratuitamente; pero también es tarea, porque requiere de esfuerzo y exigencia personales.

Una fe sólida sólo puede nacer al asumir y predicar la Buena Nueva que nos trajo Jesucristo[48]. Así lo expresaba san Pablo y lo reiteraba el Papa san Pablo VI: ¿cómo invocarán al Señor quienes no lo conocen? ¿Y cómo creerán en él sin haberlo escuchado? ¿Y cómo lo escucharán si no hay quien les predique? ¿Y cómo saldrán a predicar sin ser enviados? ¡Qué lindo es el caminar de los que traen buenas noticias![49]

 

10. CONTEMPLACIÓN Y SILENCIO ANTE EL MISTERIO

Hecho este paréntesis sobre la importancia del don de la fe y la actitud propia, regresemos a nuestra reflexión del tiempo que conmemoramos.

Tras la Última Cena, Jesús fue capturado y desde ese momento comienza lo que se le conoce como su Pasión y Muerte; por eso el Viernes Santo la Iglesia Católica entra en un luto. Es el día en que se inicia el “gran silencio” que se prolongará hasta el anochecer del sábado, donde la Iglesia, hasta entonces, permanece junto al sepulcro del Señor, meditando su pasión y su muerte, su descenso a los infiernos y esperando en oración y ayuno su resurrección.

Desee el Miércoles de Ceniza continúan calladas las campanas y los instrumentos musicales. Y hoy es día para profundizar mi conversión. Para meditar el misterio de la Pasión de Cristo, de contemplar al Crucificado. El altar está despojado. El sagrario, abierto y vacío.

El momento litúrgico del Viernes Santo constituye una ocasión especialísima, particularmente intensa y conmovedora, en la cual se debe privilegiar la contemplación y el silencio ante el Misterio. Dios ha muerto. Ha querido vencer con su propio dolor el mal de la humanidad. Es un día de dolor, de reposo, de esperanza, de soledad. El mismo Cristo está reservado. Él, que es el Verbo, la Palabra misma, está en silencio.

Dejemos que entren en lo más profundo de nosotros algunos de los instantes más significativos de la Pasión. Escuchemos a Jesús que, desde lo alto de la cruz, agonizante, tiene para nosotros siete mensajes fundamentales que recogen los santos Evangelios. En Jesús –decía san Juan Pablo II–, estos mensajes se convierten en plegaria.

Todo aquel que haya vivido algún momento de angustia, de miedo, de abandono, de desprecio; quien haya vivido momentos de oscuridad, en donde se pierde el sentido de la vida, en donde se siente el vacío de la existencia y lo absurdo de todo lo que lo rodea, puede alcanzar a comprender algo la angustia del Calvario, donde ahora está Jesús.

Para Jesús, la Cruz constituye el pulpito más sublime, pero al mismo tiempo el más espantoso… Para Él, llegó la hora de su entrega total Nadie le quita la vida, Él la dona libremente.

De Jesús profetizó Isaías: «Despreciado y rechazado por los hombres, varón de dolores... como uno del cual se aparta la mirada... herido por Dios y humillado, traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes»[50]. Para comprender plenamente la angustia y el sufrimiento que Jesús sintió, necesitamos advertir lo que es el misterio del pecado, ya que, por nosotros, a Jesús «Dios lo hizo pecado»[51]. Jesús, es el anonadamiento de Dios, que se hizo concreto en Belén, en Nazaret y en el Calvario, hasta la muerte.

Ante el silencio que sigue al último suspiro de Jesús, pareciera que toda la realidad de la muerte de Dios terminara en la tranquilidad pavorosa del sepulcro. Los hombres acallaron la voz del Enmanuel; silenciaron al mismo «Dios con nosotros» y ahora, la creación entera ha enmudecido de horror, guardando duelo por la Vida que se ha marchado... Así lo interpreta una vieja homilía para el Sábado Santo que recoge nuestro Catecismo: «Un gran silencio reina hoy en la tierra, un gran silencio y una gran soledad. Un gran silencio porque el Rey duerme. La tierra ha temblado y se ha calmado porque Dios se ha dormido en la carne y ha ido a despertar a los que dormían desde siglos...»[52]

Efectivamente, se dice que Jesús, cargado con los pecados del mundo no entró al Paraíso, cerrado a causa del pecado de Adán y Eva[53]. Justamente, antes de tomar parte de la gloria del Padre, Jesús fue al Hades, lugar donde los justos del Antiguo Testamento esperaban la Redención. De esta manera lo expresa el Credo de los Apóstoles: «Descendió a los infiernos»[54] para abrir la puerta a los que esperaban el consuelo y la felicidad que sólo la Redención les podía proporcionar. También Jesucristo abre la puerta a los que aquí en la tierra viven su propio infierno, su propia vida-sin-Dios, para liberarlos y sanarlos, si lo desean.


 

11. EL VIERNES SANTO

En la liturgia del Viernes Santo La Iglesia entera adora la Cruz. Ella, signo de ignominia, nos recuerda un camino que el hombre no puede eludir. Tanto mejor cuando ese tránsito por la vida se ofrece por la santidad propia y de la Iglesia.

Pero, aunque vivimos frecuentemente sumidos en tiempos de crisis y de dolor, el cristiano no contempla su vida sólo como sufrimiento y muerte, como si ella fuera un viernes santo interminable. Cristo es el Señor de nuestras vidas y abre las puertas del Paraíso para nosotros, porque Él es la Puerta. Y no importa si en algún momento de nuestra existencia se nos impida alcanzar a ver alguna salida. Todo lo podemos en Aquél que nos conforta[55].

El Sábado es el día en que experimentamos el vacío. Si la fe, ungida de esperanza, no viera el horizonte último de esta realidad, caeríamos en el desaliento, como lo experimentaron los discípulos de Emaús: «nosotros esperábamos...», decían.

Que la tarde del Viernes Santo sea para nosotros una oportunidad de silencio, de contemplación al Crucificado; tiempo de oración y de recogimiento ante nuestro Redentor, suspendido entre el Cielo y la Tierra; tiempo de acompañamiento a María que nos dio tal Redentor; un tiempo de adoración y de agradecimiento a Jesús, que por su Cruz y Resurrección nos ha librado de la muerte definitiva; tiempo, finalmente, de esperanza para todo hombre, porque la Semana Santa cristiana no termina con el viernes de sepultura, sino con una explosión de alegría que experimentamos el Domingo de Resurrección, Día que se manifiesta entre los hombres como la Pascua definitiva, la nueva creación que inauguró Jesucristo para todo el género humano, hasta la consumación de los siglos… «Y nosotros somos testigos de todo»[56]

Esperamos que estas reflexiones nos ayuden a hacer otras tantas, que podremos realizar en la intimidad.

 

Oremos al finalizar este preámbulo:

Gracias te damos, Señor, Dios omnipotente,

por todo lo que has obrado en nosotros,

que es tanto como decir: ¡Hágase tu voluntad! ¡Alabado sea, tu Hijo, Jesucristo,

crucificado, muerto y resucitado!

 

José Antonio Juric Bartolini

 (Terminado de corregir en el Santuario de Fátima, el 19 de abril de 2019, Viernes Santo).



[1] Is 10, 1-2.

[2] Lc 23, 34

[3] Lc 23, 46; cf. Jn 19, 30

[4] Cf. Is 53, 7

[5]  Mt 11, 29

[6]  Mt 16, 24

[7] El término “vocación” proviene del latín “vocatio” (invitación, llamada), es la inspiración con que Dios llama a algún estado de vida. Por eso el concepto también se utiliza como sinónimo de llamamiento o convocación. Hoy, la vocación es entendida como la inclinación a cualquier estado, carrera o profesión. Dios llama al inicio (nos precede), pero también nos sostiene en todo el camino y siempre. La vocación apunta hacia los sueños, los anhelos del espíritu en relación con la vida, con nuestra vida como existencia válida y trascendente. Está radicada en nuestros valores. Es, por lo demás, un don que hay que desarrollar y compartir.

[8]  1 Jn 4, 8.

[9]  Mc 15, 39.

[10] Jn 19, 37.

[11] Cf. Heb 10, 5.

[12] Cf. Mc 8, 31; 9, 9; 9, 30; 10, 32; Lc 13, 31.

[13] Cf. Lc 9, 21-22.

[14] Cf. Mt 20, 28; cf. Jn 11, 9; 12, 27.

[15] Cf. Jn 1, 14.

[16] Cf. Col 1, 13-15.

[17] Cf. Jn 1, 1; Ap 19, 13.

[18] Cf. 2Cor 5, 18 y 19.

[19] Cf. Ef 2, 14.

[20] Cf. Lc 2, 10-11. El ángel que anunció a los pastores el nacimiento del Mesías les dijo: «No tengan miedo, pues yo vengo a comunicarles una Buena Noticia, que será motivo de mucha alegría para todos. Hoy ha nacido para ustedes en la ciudad de David un Salvador que es Cristo Señor».

[21] Is 53, 8.

[22] Cf. Mc 16, 15: «Vayan por todo el mundo y proclamen la Buena Nueva a toda la creación».

[23]Ver III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Puebla, No. 456.

[24] Cf. Lc 7, 22

[25] 2 Cor 6, 1

[26] Col 1, 24.

[27] Jn 14, 16.

[28] Juan Pablo II, «Incarnationis mysterium», Nº 10 (29-11-1998).

[29] Lc 23, 42.

[30] Lc 23, 43.

[31]  Lc 23, 41

[32]  Carta Apostólica «Porta fidei», Nº 7.

[33]  Ib.

[34]  P. Joseph Mary Shamon, Reza el Credo, Milford - Ohio, 1991.

[35]  Lc 17, 5.

[36]  Heb 11, 1.

[37] Mt 23, 23.

[38]  CIC, Nº 26.

[39]  Benedicto XVI, Audiencia General, Plaza de San Pedro, miércoles 24 de octubre de 2012.

[40]  Andrés Pardo, Hoy Domingo; Madrid, 6-10-2013.

[41] Mc 7, 15, cf. Mt 15, 11.

[42] Hch 15, 9

[43] Cf. Mt 6, 26-27.

[44]  Mt 17, 20

[45] Leer especialmente Ef 3, 1-13.

[46] San Pablo lo expresa bellamente: «Cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, que fue sometido a la Ley, con el fin de rescatar a los que estaban sometidos a la Ley, para que así llegáramos a ser también nosotros hijos legítimos de Dios. Por eso ahora somos hijos, pues Dios mandó a nuestros corazones el Espíritu de su propio Hijo que nos enseña a invocarle como ¡Abba!, ¡Papá querido!» (Gál 4,4-6; Ef 1, 10).

[47] J. Ratzinger, Dios y el mundo, Random House Mondadori, Barcelona, 2005.

[48] Cf. Rom 10, 16

[49] Cf. Rom 10, 14-15; EN, 42

[50] Is 53, 5

[51] 2Cor 21; Rom 8, 3

[52] CIC, No. 635

[53] Cf. Gén 3, 24.

[54] Cf. Ef 4, 9.

[55] Cf. Fil 4, 13

[56] Hch 10, 39



Primera

«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen»[1].

Narra el Evangelio de Lucas que “cuando llegaron al lugar llamado «La Calavera», lo crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Hicieron lotes con sus ropas y los echaron a suerte.[2].

 

En lo alto del Calvario, tres cruces: Jesús en medio de dos ladrones. Hasta en el último momento de su vida, Jesús está al lado del pecador. Jesús siente que se acerca el fin de su misión redentora. Y ora a su Padre, solicitando el perdón para sus verdugos puesto que, conoce lo que hay el corazón de cada uno[3]; Jesús excusa al hombre porque sabe que esos esbirros que lo ultrajan no tienen ni idea de lo que están realizando.

El tema del “perdón” aparece continuamente en los Evangelios; lo encontramos al inicio del Sermón de la Montaña[4] y en sucesivas intervenciones del Maestro[5], al señalar que la práctica del perdón incondicional es requisito indispensable para el hombre que quiera presentarse ante el Señor[6]; también se menciona el perdón al enseñarnos a orar y a pedir al Padre[7].

Jesús, que llevó sobre sí el pecado de todos, intercedió por los que lo crucificaron[8].

Esta es la magia del perdón ¾escribía un santo sacerdote¾: convertir las heridas en sabiduría de esperanza y hacer que los corazones se abran al amor. Cuando el hombre no responde a su vocación original, allí está un Dios de amor que puede convertir el mal en bien, en oportunidad de apertura a la trascendencia a través del perdón.

«Padre, perdónalos». Esta petición de Jesús, nos demuestra que el perdón es incondicional y absolutamente universal por su carácter sobrenatural, divino[9].

Cierta vez, Pedro preguntó a Jesús cuántas veces se debía perdonar. La respuesta fue: «hasta setenta veces siete», es decir, siempre, siempre. ¡Siempre!… El perdón no tiene límites porque Dios no los tiene.

Jesús pide el perdón al Padre para sus verdugos, sin condiciones, porque Jesús perdona incluso sin el arrepentimiento de sus esbirros.

«Padre, perdónalos». Perdonar demuestra santidad. La persona que no perdona a su prójimo demuestra que no desea tampoco la reconciliación con Dios, que está presente en el prójimo. Al encontrarse separado de Dios, se hace inaccesible a su perdón. Por eso, no es cuestión de Dios sino del hombre…

Tampoco significa que con mi perdón yo compro el perdón de Dios, adquiriendo así el derecho de que Él me perdone. Lo cierto es que lo que yo perdono es algo insignificante frente a la infinita deuda que tengo con Dios…  

Es interesante observar que el perdón de Dios está condicionado al perdón que el hombre debe practicar, lo que parecería limitar y hasta contradecir la infinita bondad y libertad de Dios. Pero, de hecho, no debiera ser interpretado de esa manera: el perdón de Dios, así como su Gracia, es un don gratuito e incondicional. No obstante, como está dirigido al hombre, y éste tiene en su libertad establecer la inevitable contrapartida, lo que hace es que su eficacia dependa necesariamente de la respuesta del hombre. He ahí el quid de la cuestión…

En resumidas cuentas, Dios siempre ofrece su perdón al hombre, pero éste no puede alcanzar ese perdón si se encuentra alejado de Dios o si deliberadamente lo rechaza. Este condicionamiento está claramente señalado en la parábola del hijo pródigo: el padre había perdonado desde el principio al hijo pródigo, pero éste sólo pudo experimentar el perdón cuando regresó a la casa paterna y sintió el amoroso abrazo del padre…

 

Oración:

Oh Cristo, que cuelgas de la cruz. Los hombres, a quien tanto amor has manifestado, te hemos crucificado. No te puedes separar de este madero, que mira, al mismo tiempo, al Cielo y a la Tierra, como uniendo ambas realidades en un solo sacrificio…

El dolor de tus heridas inflama el universo entero. La corona de espinas atormenta tu cabeza y los clavos de tus manos y de tus pies heridos te traspasan como hierro candente. Y tu alma es un mar de desolación y de dolor.

Padre bueno, escucha a tu Hijo amado en el sufrimiento y en el abandono de tus hijos que peregrinamos en este valle de lágrimas y perdónanos, porque en el sacrificio del Calvario todos, cual verdugos, estábamos presentes, así como también estamos presentes hoy, muchas veces impávidos, ante las injusticias y crueldades que soportan tantos hermanos nuestros.

Somos pecadores: muchas veces no tenemos consciencia plena del mal que practicamos y de todo el bien que, pudiendo, no hacemos.

Cristo de la Misericordia, en este momento, en el que te veo colgado de la Cruz, te ruego me ayudes a no olvidar nunca que Tú moriste perdonando a tus verdugos.

Abraza, Señor, a este pecador arrepentido. Amén.



[1] Lc 23, 34

[2] Lc 23, 33-34.

[3] Cf. Lc 9, 47; Jn 2, 24-25.

[4] «Bienaventurados los misericordiosos» (Mt 5, 7)

[5] Mt 18, 21-22: Le preguntó Pedro a Jesús: «Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?» Dícele Jesús: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.»

[6] «Cuando presentes una ofrenda al altar, si recuerdas allí que tu hermano tiene alguna queja contra ti…» (Mt 5, 23-24).

[7] «…perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores…» (Mt 6, 12-15).

[8] Is 53, 12.

[9] Para este tema del perdón, ver P. Agustín Agustinovich, ofm, Jesús, una historia, un mensaje, una persona, Ed. Trípode, Caracas, 1986.
 


Segunda

«En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso»[1]

 

Dos ladrones fueron crucificados al lado de Jesús.

La crucifixión era una condena para los asesinos, para ladrones... para los peores delincuentes de la sociedad de entonces.

¾ «Así que ¿tú eres el Mesías...? Demuéstralo, salvándote a ti mismo»[2], ¾ increpa uno de los reos ajusticiado al lado de Jesús.

Pero el otro ladrón reprendió a su compañero diciéndole:

¾ «¿No tienes temor de Dios...? Nosotros estamos sufriendo con toda razón, porque estamos pagando el justo castigo por nuestras fechorías».

Y dirigiéndose a Jesús, le dijo: «Acuérdate de mí cuando estés en tu Reino».

El Señor, profundamente conmovido, le contestó:

¾ «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso».

Es un verdadero misterio observar cómo dos personas, escuchando las mismas palabras y teniendo al Salvador enfrente, responden de forma tan disímil: una de ellas ve esperanza, mientras que la otra sólo mira su soberbia. Al principio, con seguridad, ambos maldecirían su suerte. Pero, uno de ellos, el llamado "buen ladrón", ahora defendía a Jesús.

¿Quién podía imaginar que en ese momento el buen ladrón pensara en alguien más que no fuera en sí mismo, como su compañero? Y es que, cuando ya la vida se le está escapando, realiza el acto más noble que puede cumplir un ser humano: Hablar en favor de Dios...

Seguramente que a pesar del dolor que padecía Jesús, éste lo miró y le sonrió... Porque, de algún modo, esa pizca de amor que asoma en este ladrón, aunque menuda, sólo pudo provenir de Dios, porque por antonomasia «Dios es Amor»[3]. Así, las palabras del buen ladrón seguro que llegaron al Sagrado Corazón y fueron reconocidas y apreciadas con alegría por Jesús como don del Padre.

No siempre somos capaces de reconocer nuestras faltas, y menos en público, aunque algunas veces lo hagamos con lágrimas y en silencio, como la Magdalena o como Pedro. En todo caso, lo importante es imitar al "buen ladrón", que como el hijo pródigo, reconoció la puerta estrecha del arrepentimiento: «padre, he pecado contra el cielo y contra ti; no merezco ser hijo tuyo...»[4].

La Redención la realiza Cristo desde la Cruz, pero debe ser suplicada desde la cruz propia. Porque para Jesús el arrepentimiento, la apertura de corazón y la confesión de las culpas es lo que finalmente importa. Importa porque en esa confesión está también implícita la aceptación de la cruz de la vida. Lo contrario, sería llevar con rabia y con odio esa cruz, que a lo mejor es muy merecida para unos más que para otros...

La cruz propia es, la mayor parte de las veces, rechazada o, al menos, puesta en entredicho en un mundo en el que no cabe aceptar el sufrimiento ni la derrota, sino el éxito, la propia felicidad y el hedonismo.

La cruz que con frecuencia rechazamos y percibimos negativamente, es una cruz que ve esta vida y este mundo como algo inútil. A lo sumo, desearíamos una cruz a nuestra medida y a nuestra conveniencia: una cruz cómoda, liviana, elevada pero que no moleste; más bien, una cruz sin clavos ni espinas, que nos permita exhibir ante los demás nuestro poder, los lujos que nos damos y el disfrute de toda clase de bienestar, aunque para ello, conscientes o no, tengamos que pisotear la dignidad de los demás…

La cruz pesa más para los que no soportan el fracaso, la derrota, la enfermedad, el dolor, la muerte...

Negar la cruz es creer que Cristo no redime. Es, incluso, dejar que en los demás campee la desesperanza, sin que uno haga algo al respecto. Es, en definitiva, creer que todo termina con la muerte física.

La segunda actitud, la del "buen ladrón", es la de la conversión, que conduce ineludiblemente al encuentro con Cristo, que redime y salva.

La conversión no es otra cosa que un cambio de ser, de pensar, de hablar, aunque en algún momento podamos sentirnos desfallecer o nos traicionemos haciendo lo contrario …

Para el arrepentido, bastó un breve contacto con Jesús, sólo unas horas, para iniciar su conversión...

 

«En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso». El desierto que había en el corazón del buen ladrón es, desde ahora, un huerto exquisito, bañado por ríos de Gracia… Jesús le concede al ladrón arrepentido mucho más de lo que pide: le ofrece su amistad y su Casa. Y es que Dios no se deja ganar en generosidad: por eso le asegura la gloria del Cielo.

No existen palabras para describir el Cielo, como tampoco para describir el infierno. Pero es evidente: donde está Dios, está el cielo; donde falta Dios, ahí hay infierno. Hay infierno donde la familia vive dividida, donde hay guerra, donde un país se cae a pedazos a causa de gobernantes egoístas y corruptos, donde se dan luchas fraternas, donde hay discordia, donde hay hambre, injusticias, persecuciones… En fin, donde no hay Paz ni Amor.

En oposición, hay cielo donde, a pesar de las incomodidades, el sufrimiento y el dolor, el hombre trabaja, la vida se ilumina de esperanza y se llena de Dios. Así, la presencia o la ausencia de Dios en la cruz propia es el ingrediente definitivo que hace la diferencia entre el Cielo y el infierno, incluso desde ahora.

 

Oración:

Señor, frente a la crisis de desesperanza y de vidas sin de sentido que experimentamos hoy, en especial por tantas situaciones negativas que los hombres hemos creado y ahora escapan de nuestras manos, te imploramos con el salmista: «Contempla mi miseria y mi trabajo y perdóname mis pecados»[5].

Dame la fuerza para sobrellevar la cruz diaria del compromiso y la continencia al mal.

Tengo la fe que me has dado gratuitamente a través de mis padres, padrinos, maestros, sacerdotes… y albergo la esperanza de alcanzar el Paraíso que tú tienes reservado para todo aquél que no se avergüenza de ti y te confiese con palabras y obras, que sólo tú eres el Mesías, el Salvador.

«Yo sé que mi Redentor vive»[6] y que Él, con toda certeza, saldrá a mi encuentro con las palabras que recuerdan las que dirigió una vez al reo arrepentido: En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso. Amén.



[1] Lc 23, 43

[2] Cf. Lc 23, 39

[3] 1 Jn 4, 16

[4]  Lc 15, 18-19

[5] Cf. Salmo 25 (24)

[6] Job 19, 25; Jer 20, 11


Tercera

«Mujer, ahí tienes a tu hijo... ahí tienes a tu madre»[1]

Contemplamos al pie de la cruz a la madre de Jesús y al discípulo Juan[2]. Desde lejos, observan algunas mujeres, las que habían seguido a Jesús desde Galilea[3], así como otros conocidos[4].

Jesús, dirigiendo la mirada a su madre le expresa: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego, dirigiéndose a Juan, le dice «ahí tienes a tu madre».

El clamor de Jesús comienza con la palabra “mujer” y finaliza con la palabra “madre”. ¡Mujer! ¡Madre! Dulces palabras para un hombre, y más para Jesús que les da un sentido sagrado, precisamente en uno de los momentos culminantes de su misión.

¡Mujer! ¡Madre! Palabras que en boca de Jesús van a resumir parte de la historia de la salvación.

Contemplando esta conmovedora escena, vienen a la mente dos momentos bíblicos que se contraponen: por un lado, el relato de la caída del hombre en el Edén[5], cuando Adán, acompañado por su mujer, Eva, «la madre de todos los vivientes»[6], comete el primer pecado, teniendo enfrente el «árbol de la vida y el árbol del conocimiento del bien y el mal»[7]. Ahora, en el momento de la restauración, de la segunda y definitiva creación, junto al Hijo del Hombre, el segundo Adán, está presente otra mujer: María, su madre.

En el Calvario, los sentimientos heridos de Madre e Hijo, mujer y varón, convergen, como en la noche de los tiempos... Nuevamente en un árbol, dirían algunos, se decide la suerte de la humanidad: En un madero, Jesús agoniza con los brazos extendidos, como envolviendo el universo entero, cargando los pecados del mundo[8].

Si en el relato de la caída, Adán y Eva son expulsados del Edén antes de alcanzar el «Árbol de la vida»[9], ahora Cristo, la Vida, se pone al alcance del hombre, de todo hombre, para terminar colgado del árbol de la Cruz, como se lee el Viernes Santo.

Allá, en el Edén, la mujer fue herida de muerte por el pecado y, con ella, toda la humanidad; aquí, en el Calvario, la mujer es enaltecida y, con ella, toda la humanidad: la que existió antes y la que vendrá después de ella.

«Mujer, ahí tienes a tu hijo...»

Esta primera parte de las palabras de Jesús, pronunciadas ante la cercanía de su muerte, es el “testamento”, su última voluntad, y por eso, va a tener consecuencias claramente significativas hasta hoy: en primer lugar, Jesús se dirige a su Madre para entregarle un nuevo hijo y, en él a todos los hombres, que serán entonces hermanos de Jesús y hermanos entre sí, porque tienen un padre común: Dios. En segundo lugar, a Jesús le preocupa la soledad y el abandono de su Madre, dando con esa entrega un amoroso cumplimiento al Cuarto Mandamiento.

María, por su parte, volvió a decir «Sí», renovando con ello el milagro de su seno y encarnando en él a toda la humanidad. Por eso, ella se convierte en madre de los que siguen a Jesús: “Madre de la Iglesia”. Se prefigura en este acto el día de Pentecostés, cuando nace realmente la Iglesia de Jesucristo.

«... ahí tienes a tu madre»

En efecto, el evangelista cuenta que desde esa hora, el discípulo la recibió en su casa”[10]. Ahora, en lugar de Eva, “la madre de todos los vivientes”[11], se nos entrega a Ma­ría, “la madre de todos los creyentes”.

Pensando en esta escena, un autor escribió: “Al pie de la Cruz, oh Jesús, sólo puede pasar por discípulo tuyo muy amado el que, desde este momento, toma consigo a tu Madre”.

«Mujer, ahí tienes a tu hijo... ahí tienes a tu madre».

Jesús confía la mujer, al varón; y también el varón a la mujer, decía san Juan Pablo II.

Las palabras de Jesús cuestionan especialmente al hombre de hoy en su relación con las representantes femeninas: mujeres y madres, que son objeto de discriminaciones y pagan solas también por el pecado del varón[12].

Meditar estas palabras de Jesús en la Cruz, constituye una clara oportunidad para recordar a tantas madres que comparten el dolor de ver en peligro la vida de sus hijos, incluso de los no nacidos; es escuchar hoy el llanto de tantas madres que ven cómo se pierden sus hijos por la falta de empleo y oportunidades, por leyes y políticas contrarias a la dignidad del hombre, por la acción de las drogas, de la prostitución, de la pornografía, del hampa...

Las palabras de Jesús nos cuestionan fuertemente cuando vemos herida la dignidad de la mujer a causa de algunos medios de comunicación que sólo la asocian al sexo, a la violencia, al consumismo y al hedonismo.

Por otra parte, duele ver a muchos hijos cómo se les tuercen sus mentes inocentes con una sociedad que muchas veces desconoce sus derechos, por la violencia dentro del hogar; por padres y madres que no se aman; en fin, por progenitores irresponsables que abandonan el hogar, eludiendo sus más elementales obligaciones. Del mismo modo, nos aflige la condición de abandono de muchos ancianos, que también son hijos.

Finalmente, las palabras de Jesús cuestionan a una sociedad que abandona o asesina a sus niños y les niega un futuro.

¿Qué haces tú, qué hago yo, qué hace la sociedad en la que vivimos para que esto no sea así?

 

Oración

Padre de bondad, ayúdanos a ser buenos hijos, buenos hermanos, buenos ciudadanos... Que las fuerzas del mal no tengan cabida en nuestros corazones ni en nuestra querida y bendita patria.

Nos sentimos heridos y agobiados porque el mal explota nuestras miserias y sus secuaces se burlan de nuestro dolor.

Ante el desmoronamiento de instituciones y valores, ante la violencia desatada, los homicidios, abortos, secuestros y desapariciones, precisamos abrirnos a tu Palabra y a tu Misericordia. Que la patria se convierta para todos en una verdadera madre que acoge con solícito amor a todos sus hijos, los propios y los venidos de otras latitudes.

Jesucristo, Señor de la historia, el mismo ayer, hoy y siempre[13], renunciamos al Maligno, sus obras y seducciones. Te necesitamos en nuestra patria, en nuestra sociedad, en nuestras familias, en nuestros corazones.  Danos tu alivio y fortaleza.

¡Hombres y mujeres que constituyen la patria!: sólo podrán volver a ser lo que han sido, y mejores aún si, de manos de María, se convierten al Señor «en espíritu y en verdad»[14], lo que implica una nueva relación con Dios. Amén.



[1] Jn 19, 26b-27a

[2] Cf. Jn 19, 25-26

[3] Cf. Mt 27, 55

[4] Cf. Lc 23, 49

[5] Gén 3

[6] Gén 3, 20

[7] Gén 2, 9

[8] Cf. Jn 1, 29

[9] Gén 3, 22

[10] Jn 19, 27

[11] Gén 3, 20

[12] Cf. Jn 8, 1-11

[13] Cf. Heb 13, 8

[14] Jn 4, 24


Cuarta

“Dios mío, Dios, mío, ¿por qué me has abandonado?”[36]



El Evangelio del San Marcos nos habla de esta cuarta Palabra: «Llegada la hora sexta, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona.  Y a la hora nona gritó Jesús con voz fuerte: ‘Elí, Elí, lemá sabaqtaní?’, que quiere decir: ‘Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has abandonado?’ Algunos de los presentes decían: Miren, está llamando a Elías»[1].

Sobre este hecho, el inolvidable san Juan Pablo II nos enseñó que «cuando Cristo dijo: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” sus palabras no son sólo expresión de aquel abandono que varias veces se hacía sentir en el Antiguo Testamento, especialmente en el Salmo 22 (21), del que proceden las palabras citadas. Puede decirse que estas palabras sobre el abandono nacen en el terreno de la inseparable unión del Hijo con el Padre, y brotan porque el Padre 'cargó sobre Él la iniquidad de todos nosotros'. Y sobre la idea de lo que dirá san Pablo: “A quien no conoció pecado, [Dios] le hizo pecado por nosotros[2], Jesucristo carga hasta tal punto el pecado del mundo que de súbito siente, incluso, la lacerante consecuencia de éste: la ausencia del Padre[3]».

Con todo, Jesús tiene la certeza absoluta de ser amado por su Padre. Por eso, nunca llega al abatimiento total, ni tampoco se deja hundir en la desesperación.

El Salmo 22 que susurra Jesús es un canto de esperanza.  La exclamación: «Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has abandonado?», es un grito de dolor, no de desesperación.  Como con los sollozos de Job y de Jeremías, Jesús siente que ha llegado a los límites extremos de su resistencia humana y reúne fuerzas para gritar a su Dios para que lo ayude.

En efecto, a causa del sufrimiento, Jesús busca fuerzas sobrenaturales. Por eso, no invoca aquí al “Padre”, como lo hiciera en la primera palabra, sino a su Dios: “Dios mío”.

Es el momento en que su naturaleza humana, ya debilitada por el sufrimiento y el dolor, lo convierten en un ser desvalido; se siente sin apoyo y abandonado…

Las palabras de Jesús son, por tanto, un grito de angustia y no de rebelión contra el Padre; más bien, como decía un santo varón, se entienden como el comienzo de un canto de esperanza mesiánica, una piadosa súplica, desgarradora, que sube al cielo.

«Dios mío, Dios, mío, ¿por qué me has abandonado?»

Aun crucificado, Jesús continuó rezando...  Él sabe que es la hora del poder de las tinieblas[4], de la noche oscura para el mundo. El Mal estaba allí presente, actuando con todas las fuerzas en su contra, en una medida tal que provoca el eclipse aparente de Dios. Es la última oportunidad del Maligno y sus secuaces para que la Redención no se vea cumplida.

Refiere el recordado san Juan Pablo II que el pecado nunca tiene un efecto exclusivo sobre quien lo comete, sino que afecta a toda la familia humana, impidiendo que brille la luz de la verdad y dando paso a la negación de Dios.

Jesús, víctima inocente, carga con los pecados del mundo[5], por eso siente sobre sí todo su peso.

Al que estaba sin pecado, Dios lo hizo pecado por  nosotros[6]. Cristo, al entrar al mundo pecador y desgraciado, se hundió en lo más profundo del Mal que habita en la creación. Y desde allí, en la misma raíz del mal, del dolor y de la muerte, desenmascara al Maligno y lo pone en evidencia frente al hombre. Desde allí, frente a sus enemigos, pero también frente a la Iglesia naciente, vence el Mal que se esconde en sus diversas formas, en especial el mal que peor golpea al hombre: la muerte definitiva. El clamor de Jesús, dicen algunos, explica el motivo de su muerte: ¡Jesús muere de amor! En efecto, el sufrimiento de Jesús, al igual que su vida entera, fue un continuado acto de amor, de comunión profunda con la voluntad del Padre y de entrega y servicio al hombre.

El Padre está con Jesús, su Hijo amado, no para liberarle de la cruz, ni siquiera para ahorrarle sufrimientos; está para fortalecerle y para recibir su Ofrenda definitiva en el silencio del Calvario.

«Dios mío, Dios mío», balbucea Jesús. “Dios mío, sálvame”, clama el hombre. También Dios está con el hombre que vive la angustia y el sufrimiento en donación. Esa angustia y ese sufrimiento constituyen lugares privilegiados de encuentro con Dios, consigo mismo y con los demás.

Insiste Juan Pablo II en que, aquel que acepta la cruz en la noche de su vida, descubre nuevos horizontes, porque esa cruz se convierte en una llamada a la superación, llamada al conocimiento del destino último de cada hombre, que, por supuesto, no es ni el sufrimiento ni el dolor, aunque ellos pueden constituirse en medios eficaces para descubrir lo que es la Felicidad (en mayúscula) y la predestinación sobrenatural del hombre: ¡vivir en Dios!

Sólo Cristo puede explicar el misterio del hombre al hombre, expresó con gran tino el Concilio Vaticano II. Si no se le hace saber esta verdad al hombre de hoy, a nuestros niños y jóvenes, ellos irán creando su propia verdad, e irán llenando su corazón de tantas ofertas virtuales e ilusiones engañosas que les hace el mundo, no del creado por Dios en su infinita bondad, sino del cual nos quiere separar Jesucristo.

 

Oración:

Hemos hecho oscuridad sobre la tierra a causa de tantas injusticias, mentiras, violencia, ansia de poder, riqueza mal habida y hedonismo.

Señor, escucha mis súplicas y las de tu pueblo, arrepentido, que te contempla en la cruz del abandono, al lado del rostro de tantos hermanos nuestros crucificados contigo.

Ilumina las tinieblas de nuestros corazones. Danos fe recta, esperanza cierta y amor compasivo para comprender y practicar tu Mensaje, de modo que nunca nos cansemos de hacer el bien.

Dios mío, Dios mío, no permitas que nunca nos sintamos desesperados ante el triunfo pasajero del mal. Amén.



[1] Mt 27, 45-47; Mc 15, 33-35.

[2] 2Cor 5, 21.

[3] Juan Pablo II, Salvifici doloris, Nº 18.

[4] Cf. Lc 22, 53

[5] Cf. Jn 1, 29.

[6] Cf. Rm 8, 3.

Quinta

“Tengo sed”[39]



La sed es una apremiante necesidad humana. Jesús está sediento a causa de las torturas a que ha sido sometido.

Pero Jesús se refiere también a otra sed. Con seguridad, esa sed expresa un inmenso deseo de ofrecer su bebida que apaga la sed definitivamente. Como cuando lo hizo con la mujer samaritana; Jesús se dirige a ella y le dice: «si conocieras el don de Dios… yo te daría agua viva»[1]. En ese encuentro con Jesús, la mujer supo que el que le pedía agua podía calmarle definitivamente la sed; por eso le manifiesta al Señor: «Dame de esa agua para que no sufra más sed»[2].

Quien tiene sed, sufre. Quien no ha tenido sed, no sabe lo que es ese sufrimiento. Pero el que la ha experimentado, sabe, y entiende lo que se siente. Jesús tiene sed de los que sufren en su vida la sed del desamparo, la sed de justicia, la sed de paz, la sed de santidad, sed de Dios…

Jesús, que entiende al hombre y sabe lo hay en su interior[3], descubre las grietas del corazón humano. Y por eso sabe cuáles son las llaves que abren sus corazones... La sed del Corazón de Jesucristo es la llave que él tiene para abrirles a tantos hombres los corazones endurecidos.

La cruz la hemos de llevar todos los hombres, cada uno la suya. Pero esa cruz que se nos impone, pierde todo sentido si en ella no está quien es la razón de la existencia: Jesucristo, Señor de la Vida y de la Muerte.

Jesús tiene sed de salvación de todos los hombres, y en Él la cruz de la vida, su cuerpo y su sangre se convierten en un manantial donde los corazones de los hombres pueden aplacar la sed…

En su forma de vivir y en su predicación, Jesús expresa una convicción fundamental: que Dios es un Padre bueno, que es Amor, gratuito y generoso, y quiere que todos los hombres se salven[4], lleguen a ser sus hijos[5] y vivan como hermanos[6], en paz y amor. Con él se inició un «Año de Gracia»[7], en el que llegará la paz y la liberación para todos los que, acogiendo su Palabra, alejen de su corazón el egoísmo y la violencia[8].

Jesús centró su predicación en invitar a la conversión y anunciar el Reino de Dios, inaugurado en Él mismo[9]. Este Reino se realizará plenamente en el mundo nuevo de la Resurrección, más allá de las fronteras de la muerte. La adhesión de los hombres a este anuncio de Jesús, por la fe y la conversión, abre la posibilidad y la obligación de realizar ya en este mundo, de manera anticipada, los rasgos esenciales de este Reino de reconciliación y de paz, que son: misericordia, justicia, amor, verdad, liberación y libertad para los oprimidos, hasta que el Señor vuelva.

El Reino de Dios es como un gran banquete al que todos los hombres son invitados a sentarse juntos y a participar de la misma mesa[10]. Con este ánimo, Jesús invita a sus discípulos a practicar la Ley del Amor y el servicio desinteresado; proporciona confianza a los pobres, enfermos y pecadores; y anuncia un mundo reconciliado, en el que todos los hombres vivan la alegría del Evangelio.

 

¿Cuál es la sed que gobierna mi vida? ¿Qué hago con mi sed? ¿Cuál es la sed que me mueve? ¿Hacia dónde me dirige mi sed?[11]

 

Oración

«Señor, tú eres mi Dios,

a ti te busco,

mi alma tiene sed de ti,…»[12]

 

«Tú tienes sed ¿de qué, oh Fuente Viva?

En el manantial quebrado de tu Cuerpo

los ángeles se sacian.

Y todos los humanos

bebemos en tus ojos moribundos

la luz que no se apaga.

Tierra de nuestra carne, calcinada

por todo el egoísmo que brota de la Humanidad,

tienes la sed del Amor que no tenemos,

ebrios de tantas aguas suicidas...

Sabemos, sin embargo,

que será de esa boca, reseca por la sed,

de donde nos vendrá el Himno de la Alegría,

el Vino de la Fraternidad,

¡la crecida jubilosa de la Tierra Prometida!

¡Danos sed de la sed!

¡Danos la sed de Dios»![13]  Amén.



[1] Cf. Jn 4, 10

[2] Jn 4, 15

[3] Jn 2, 25

[4] 1Tim 2, 4

[5] Ef 1, 5

[6] Rom 8, 29.

[7] Lc 4,19

[8] Constructores de la paz, CXI Reunión de la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española, Nº 28-31.

[9] Mt 4, 17; Mc 1, 15

[10] Cf. Mt 22,1-4

[11] Para esta meditación, ver también www.fraynelson.com

[12] Sal 63, 2

[13] Pedro Casaldáliga


Sexta

“Todo está cumplido”[52]

En efecto, en lo que concierne a la vida y obras de Jesús, todo está cumplido. Ya no hay marcha atrás para la Redención. Jesús, clavado de pies y manos, cuelga de la cruz, bajo un sufrimiento inefable. Los clavos, que inmovilizan esas manos que sólo bendecían, perdonaban los pecados, dieron la vista a los ciegos, acariciaron a los niños y partieron el pan, ahora impiden que Jesús muestre con ellas que seguirían bendiciendo; y en sus pies, esos clavos imposibilitan cualquier movimiento; esos miembros que recorrieron tantos caminos polvorientos sin descanso, para buscar a la gente necesitada de escuchar la Buena Noticia.

Toda su vida y la de la humanidad está ante sus ojos... En su persona se han cumplido las Escrituras al pie de la letra y, misteriosamente,[1] toda la Historia de la Salvación adquiere sentido. Un sentido de Redención y de liberación del pecado para el hombre y la creación entera.

Efectivamente, el hombre, creado por Dios, es su imagen y semejanza[2], libre y responsable de sus actos; libre con poder de abusar de su libertad y de contravenir los deseos de Dios y libre para hacer el bien. El hombre, que optó por el pecado, se separó de Dios. Aun así, no está totalmente corrompido: tiene conciencia del mal y pide con todas sus fuerzas un Redentor[3] que le abra nuevamente el corazón de Dios.

Durante toda su historia, el hombre ha demostrado tener nostalgia de Dios[4]. Pero no podía alcanzarlo ya por sus propios medios, porque Dios lo había echado del Edén[5], lejos del Árbol de la Vida[6] hasta que se cumpliera la plenitud de los tiempos, cuando aparecería el Salvador.

Dios es Santo y no puede tolerar el pecado del hombre, por eso lo iba a exterminar de la tierra[7]. Con todo, el Señor ha sido paciente y ha admitido una espera con miras a la penitencia[8].

Así lo relata la Historia de la Salvación recogida en las Sagradas Escrituras. Dios elige a Noé, «varón justo y perfecto entre sus contemporáneos que siempre anduvo con Dios»[9].  De esta manera se prolonga su Plan de Salvación: el arca es el instrumento de salvación para Noé y su familia. Del arca saldrá un grupo elegido para iniciar una humanidad nueva, una especie de “nueva creación”. Nuevamente Dios repite el mandato de la creación primigenia: «Creced y multiplicaos, llenad la tierra y dominadla»[10].

Esta humanidad salvada del diluvio es objeto de una promesa renovada de Dios[11] y se relacionará con su Señor en régimen de alianza[12]; señal de esa alianza será el arcoíris[13]. Y la nueva humanidad surgida después del diluvio se extenderá por toda la tierra[14].

El Plan de Dios avanza a través de la historia (incluso hoy), pero siempre esperando la colaboración del hombre, a pesar de sus interminables infidelidades.

Después de Noé, la elección de Dios para continuar su plan salvífico recayó en Abraham, destinado a ser el origen de una nueva bendición y de quien surgirá un gran pueblo[15]. Abraham recibió esta promesa como un gran regalo de Dios[16] y su respuesta fue fe y obediencia ciegas, aceptando confiado[17] la palabra y el plan misterioso de Dios[18].

De la descendencia de Abraham surgen líderes como Isaac y Jacob, de quienes procederá una numerosa prole, de la cual surgirán las doce tribus de Israel[19].

Con el advenimiento de una gran penuria económica, el pueblo de Israel se ve obligado a establecerse en Egipto, potencia económica de aquella época.

Con el tiempo, el pueblo de Israel crece en Egipto, un país extraño, hasta hacerse allí muy numeroso, pero ya en condiciones de servidumbre y esclavitud: «Pasado mucho tiempo, los hijos de Israel seguían bajo dura servidumbre y clamaron. Dios oyó sus gemidos y se acordó de su alianza con Abrahán, Isaac y Jacob. Miró a los hijos de Israel y atendió [a sus ruegos]»[20].

La atención de Dios a su pueblo se concretó en un hombre llamado Moisés[21] a quien se reveló en la zarza que ardía sin consumirse[22] y a quien envía al faraón para sacar a su pueblo de Egipto[23].

Dios capacita a Moisés para la misión y éste, después de excusas, acepta, aunque tiene que enfrentarse con la incredulidad de su pueblo[24] y con la dureza del faraón[25], quien representa la encarnación del pecado.

En la historia de Israel quedará grabado para siempre que esta liberación ha sido obra de Dios[26], que Moisés ha sido el instrumento y que el pueblo ha sido el beneficiado. Esta victoria de Dios contra los enemigos del pueblo elegido es un signo inequívoco del Plan de Salvación[27] y, además, será signo manifiesto del Plan Redentor que se cumplirá en Jesucristo, cuando llegue la plenitud de los tiempos[28].

Efectivamente, las promesas hechas al pueblo de  Israel se hacen realidad en Jesús de Nazaret, quien, con el Mandamiento del Amor[29], perfecciona la ley de Moisés y los Profetas[30] y da, a quienes se acerquen a él, su cuerpo en alimento y su sangre en bebida de salvación[31], sellando así  una Nueva Alianza con su muerte en la Cruz[32].

Y aunque Jesús termina su vida como un fracasado, sólo lo será en apariencia, porque con su pasión y su muerte alcanzó la fecundidad del grano de trigo que sembrado en la tierra, fructifica en una espiga llena de granos[33]

La Resurrección de Jesús al tercer día de su muerte en la cruz será el hecho que corone la nueva creación[34], y que incluye el envío de sus discípulos a todo el orbe, para anunciar la Buena Nueva a toda la Creación[35] con la fuerza del Espíritu Santo.

Desde entonces, «por Cristo, con él y en él»[36], el hombre puede volver a estar en perfecta comunión con Dios, su Creador y Señor…

 

Oración:

Señor, qué perfectos son tus tiempos. Ayúdame a aceptar y cumplir dócilmente tu plan sobre mí, para que al final de mis días pueda yo repetir confiado con Jesús: todo lo que Dios quería de mí está cumplido. Amén.



[1] Ef 1, 9

[2] Gén 1, 26; Ef 2, 10

[3] Job 19, 25

[4]“Nos creaste para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (s. Agustín, Confesiones I, I.1). Cf. José Ramón Viloria Pinzón, La religiosidad popular en América Latina y el Movimiento de Cursillos de Cristiandad, Ed. Trípode, Caracas, 1995, pág. 17.

[5] Gén 3, 23

[6] Gén 3, 22

[7] Gén 6, 7

[8] Cf. Rom 11, 2; 1Pe 3, 2

[9] Gén 6, 9

[10] Gén 9, 1-7

[11] Gén 8, 22

[12] Gén 9, 11

[13] Gén 9, 17

[14] Gén 9, 11

[15] Gén 12, 2-3

[16] Gál 3, 18

[17] Rom 4, 18-225

[18] Gén 12, 14; 15, 6; cf. Ef 1, 9; Col 1, 25-26

[19] Gén 49, 28.

[20] Ex 2, 23-25

[21] Ex 2, 1-10

[22] Ex 3, 1-6

[23] Ex 3, 10

[24] Ex 5, 22-23

[25] Ex 11, 14

[26] Ex 13, 3

[27] Is 11, 16

[28] Cf. Gál 4, 4

[29] Mt 22, 38-39

[30] Mt 5, 17

[31] Lc 22, 19-20

[32] Heb 10, 5-7

[33] Cf. Jn 12, 24-32.

[34] Gál 6, 15

[35] Mc 16, 15

[36] De la Plegaria eucarística

Séptima


“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”[88]
.

Jesús prosiguió orando hasta que la muerte le sobrevino... Con toda libertad y lucidez entregó al Padre aquella vida humana que del Padre había recibido.

Dice el Evangelio que «Jesús gritó muy fuerte»[1], e inclinando la cabeza, entregó su Espíritu. Así, mientras en Jerusalén se preparaba el cordero pascual judío, Jesús, el Cordero de Dios, nuestra Pascua definitiva, era inmolado para la redención del género humano.

Éste que ahora contemplamos yerto en la cruz es el cuerpo de Jesús, «el carpintero, el hijo de María», el que asistió a las bodas de Canán y transformó el agua en vino; el que ayunó y fue tentado en el desierto; el que inició su ministerio manifestándole a la gente ««Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio»[2]; es el mismo que eligió al grupo de Apóstoles; el que enseñó mediante parábolas; el mismo que sanó enfermos, lloró por el amigo y resucitó a los muertos; el mismo que llamó a los pecadores, el que proclamó las Bienaventuranzas, el que multiplicó los panes y los peces; el mismo que sintió compasión, el que caminó por las aguas y calmó la tempestad; es el mismo que asombró a su pueblo y entusiasmó a la gente porque todo lo hacía bien[3]; el que se transfiguró en el monte, el que libró del maligno a los poseídos y perdonó los pecados; el que nos dio la oración del “Padrenuestro” y el que asumió la defensa de la mujer, porque aquella sociedad la desestimó y porque ella, muchas veces, carga con la culpa propia y la del varón; es el mismo que dio esperanza a quienes lo seguían, el que nos dio el mandamiento del amor, el que nos reveló un Padre bueno y nos prometió el cielo; el mismo que nos entregó la Eucaristía y, con ella, el vínculo de amor con los demás sacramentos para el mundo.

 

El Viernes Santo, la Iglesia recordará la Pasión y Muerte de Jesús y repetirá sus palabras en la Cruz. Esas palabras van a explicitar lo que predicó Jesús, y aclararán lo que de Él se anunció. En efecto, las palabras de Jesús, acompañadas por los hechos que recordamos esta semana y que, fi­nal­mente, fueron coronados por el acontecimiento de la Resurrección el domingo de Pascua, van a dar pleno sentido a lo que Él creyó, a lo que esperó, a lo que predicó durante su vida, y lo más importante, por lo cual entregó su vida.

«Hay mayor felicidad en dar que en recibir»[4]. Esta frase, tomada de los Hechos de los Apóstoles, es uno de los grandes misterios del hombre. Sólo así se explica que la vida de Jesús fuera un permanente darse por entero al servicio de los demás, una existencia de “gastarse” por los otros. Su entrega fue total y, al final, no le quedó ya nada en qué apoyarse, sino en el amor del Padre. Contemplamos en esta entrega el fundamento del Sacerdocio de Cristo: dar su vida para que nosotros la tengamos, disfrutemos de ella y nos salvemos.

El sacerdocio ordinario lo realiza todo aquél que, olvidándose de su propia vida, la dona a los demás. Es el principio que prevaleció en la decisión de nuestros ministros ordenados cuando optaron por consagrar su vida a Dios. También el de las religiosas y religiosos. Y es igualmente la esencia de la elección de los esposos que se van “gastando” el uno para el otro; es, así mismo, lo que conduce a los padres a sacrificarse por sus hijos; y es, en fin, toda donación de sí por los demás.

Aunque el presbítero ejerce un sacerdocio ministerial pleno, todo sacerdocio común participa de cierta manera del sacerdocio único de Cristo[5].

La labor del médico se justifica porque existen pacientes: a ellos se entrega el galeno; el barrendero consciente sabe que su trabajo hará del ambiente un lugar higiénico y apto para que la gente pueda circular por las calles sin tropezar con la basura, permitiendo, además, que el transeúnte disfrute de los espacios públicos y de la higiene del medio. Jesús decía que el más importante entre todos es el que más sirve. ¿Será por eso que mamá es el corazón dentro del hogar?

Todos estos actos, realizados por amor, se convierten en ofrenda a Dios. Quien ama y defiende la vida es un “biófilo”, “hijo de la vida”, se deleita en ella y lucha por ella. Es lo constitutivo del hombre, que ha sido llamado por Dios a ser su cocreador. Por el contrario, quien siembra muerte, divide y destruye es un “necrófilo”. Los necrófilos, esparcen la muerte en cualquiera de sus formas: mentiras, discordia, desunión, injusticia, conflicto y guerra. Lo hacen porque se han hecho servidores de la muerte. Muerte que puede venir disfrazada de múltiples formas: crispación, violencia, asesinato, aborto provocado y eutanasia, todas ellas expresiones extremas del homicidio físico; pero también en sus manifestaciones igualmente graves, como el asesinato moral (el atentado contra la reputación de una persona) y hasta el asesinato espiritual (el escándalo, la corrupción y la violación de las normas morales). «Por sus frutos los reconoceréis»[6].

«Jesús gritó muy fuerte”:Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu’».

Cuántos Jesús hay en estos momentos gritando muy fuerte contra las injustas agresiones que esta sociedad egoísta les inflige: La voz grave y afligida de los hombres y mujeres que no encuentran empleo ni sustento para sus familias; la voz de los sin-techo que no encuentran cobijo para llevar una vida digna; la voz de tantas madres e hijos que son abandonados físicamente o de hecho por padres irresponsables; la voz vigorosa de los jóvenes que exigen ser tomados en cuenta y reclaman un espacio para construir un presente y un futuro mejor; incluso la voz muda de los niños no nacidos y la de otros muchos que son objeto de violencia, de abandono y de manipulación a causa de tanto egoísmo en el corazón del hombre.

Debido a estos pecados, enraizados en lo más profundo de las estructuras sociales, Jesús grita con voz potente: Padre, encomiendo el espíritu de cada pobre, de cada niño, de cada persona abandonada y que sufre. Te los encomiendo, a cada uno de ellos, porque son tus hijos predilectos, tienen mi rostro y sufren la cruz del abandono…

 

Hoy contemplamos a un Jesús que cumplió admirablemente la misión que le encomendó el Padre, deshaciendo las obras del Diablo[7] y desenmascarando la seducción y el engaño que el Mal provoca al hombre. Por eso, Jesús puede ahora pronunciar: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu».

Nuestra vida constituye un tiempo de Gracia para responder al llamado de Cristo, tomando cada uno su cruz diaria y caminando al lado de Él. Si así lo hacemos, gastándonos a diario en el cumplimiento de nuestros deberes humano-cristianos, estaríamos en condiciones de repetir confiadamente, no sólo en el ocaso de nuestra existencia, sino desde la cotidianidad: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu».

 

Oración:

Señor: ¡deseo ardientemente cumplir siempre tu voluntad! Te ruego me ayudes y sostengas mi débil fe. En tus manos, Señor, encomiendo mi vida. Amén.

 


Significado de las abreviaturas colocadas en las citas

Ap          Libro del Apocalipsis

1Jn         Primera carta del apóstol san Juan

1Tim     Primera carta del apóstol san Pablo a Timoteo

2Cor      Segunda carta del apóstol san Pablo a los corintios

CIC        Catecismo de la Iglesia Católica.

Col         Carta del apóstol san Pablo a los colosenses

Ef           Carta del apóstol san Pablo a los efesios

EN         Exhortación apostólica del Papa Pablo VI, Evangelii nuntiandi, 8-12-1975

Ex          Libro del Éxodo

Gál         Carta del apóstol san Pablo a los gálatas

Gén        Libro del Génesis

GS          Gaudium et spes, Constitución Pastoral del Concilio Vaticano II, Sobre la Iglesia en el Mundo Moderno. 7-12-1965.

Hch        Libro de los Hechos de los Apóstoles

Heb        Carta a los hebreos

Is            Libro de Isaías

Jn           Evangelio según san Juan

Job         Libro de Job

Lc           Evangelio según san Lucas

LG         Lumen gentium, Constitución Dogmática del Concilio Vaticano II, Sobre la Iglesia, 21-11-1964

Mc         Evangelio según san Marcos

Mt          Evangelio según san Mateo

Rom       Carta del apóstol san Pablo a los roma-nos

Sal          Libro de los Salmos



[1] Lc 23, 46; Mc 15, 37

[2] Mc 1, 15.

[3] Cf. Hch 10, 38

[4] Hch 20, 35

[5] LG 10

[6] Mt 7, 16

[7] 1Jn 3, 8