domingo, julio 31, 2011

LA FE Y LA BÚSQUEDA DE LA VERDAD

Cierto día, Jesús le hace una pregunta a un ciego de nacimiento, tras haberle dado el don de la vista: 
«¿Crees tú en el Hijo del Hombre?» El ciego le responde con otra pregunta: «¿Quién es, Señor, para que crea en él?» Jesús le dijo: «Tú lo estás viendo. Soy yo, el que habla contigo» El ciego le contestó: «Creo, Señor» Y se arrodilló ante Él. Jesús dijo: «He venido a este mundo para iniciar una crisis: los que no ven, verán y los que ven, van a quedar ciegos»1
El Señor, tomando siempre la iniciativa, nos hace la misma interrogante que, a su vez, es un llamado: «¿Crees tú en el Hijo del Hombre?», pregunta que se dirige a todo ser humano, pero que se vuelve más exigente y aguda para quienes hemos sido bautizados.
Ante ella, surge una primera cuestión: ¿cuál ha sido, es o será nuestra respuesta?
La otra, que puede surgir como una primera respuesta preliminar, es: ¿se plantea el hombre de hoy la interrogante que hizo el ciego del relato: «¿Quién es, Señor, para que crea en él?»?

Jesús suele situarse frente al hombre, dejándose ver en formas y circunstancias diversas. Lo hace en la persona de un no-nato o de un joven, de un anciano o un pobre, de un familiar o de un inmigrante... También en las circunstancias habituales y en los acontecimientos fuertes de nuestra existencia...
Sin disminuir el valor y el “conocimiento” que se puede adquirir en esas vivencias cotidianas, hay también otra fuente inagotable, no excluyente, que es, junto con la Tradición, la revelación por excelencia: la Palabra de Dios contenida en las Escrituras. A las mujeres y los hombres que han tenido la dicha de ser bautizados, y han conocido los fundamentos de la doctrina cristiana, el Señor les hace la misma pregunta-llamada: «¿Crees tú en el Hijo del Hombre?».

Durante el proceso a Jesús, el procurador romano Poncio Pilatos pregunta: «¿Qué es la Verdad?».
¿No guardan estas palabras cierta similitud con la pregunta del ciego: «¿Quién es, Señor, para que crea en él?».
Son dos interrogantes que buscan iluminar la existencia. Una, la del procurador romano, autoridad prominente y erudita que -supone él- no necesita nada de la persona que tiene enfrente. Pilatos asume que con quien habla no puede ofrecerle nada que ya no posea. Aunque guarde una intención «recta», es una pregunta impersonal, como si la Verdad pudiese ser encontrada dentro de «algo» o ser manejada al antojo.
La segunda interrogante la plantea el apocado ciego: «¿Quién es, Señor, para que crea en él?», contiene en sí un lamento que deja entrever una súplica de ayuda. El invidente, conciente de su realidad, limitado por la ceguera, estaría dispuesto a recibir cualquier socorro, sin emitir juicios de valor de la persona que dialoga con ella y de la que espera una respuesta apropiada.

En realidad, ambas posturas apuntan a la Persona de Jesús y ambas también son «momentos» del hombre cercanos al Señor. Ese momento cercano a Jesús es aprovechado por el ciego, y, contrariamente, desperdiciado por Pilatos. 




Ambos, así mismo, se diferencian en el fin que persiguen: el ciego espera una respuesta (la respuesta de Jesús que, además de revelarle su persona, le acompaña un signo, el milagro de la curación). Pilatos, en cambio, sólo espera una señal, una reacción de Jesús, para que se refuerce su protagonismo y la autoridad terrenal como cónsul romano.
En ambos casos, hay una esperanza, pero sustentada cada una de ellas por una actitud diferente. Jesús, por su parte, siempre está dispuesto a darse; el ciego, que se sabe necesitado, está abierto a recibir, sin condición. Pilatos, al no conseguir el signo, subestima y desprecia a Jesús.

El ciego tiene fe incipiente: espera, pide y consigue lo que necesita. Quiere demostrar el relato que Jesús es fuente de toda gracia.
Vivir cristianamente confiado en el Señor es experimentar un continuo «banquete», en el cual las personas aspiran a dar y recibir. Aunque en realidad, se da lo que ya se recibió.
Este intercambio mutuo de recibir y dar es el que permite «lanzar», «proyectar» a la persona en sociedad y permite ir constituyéndose en relación a los demás. Cristo se da, pero pide la fe.
Lanzarse hacia adelante es esperar y actuar como san Pablo para ser alcanzado por el Señor2. Es superar la angustia del Viernes Santo para renacer en Pascua.

El famoso matemático, físico y filósofo francés Jules Henri Poincaré (1854-1912) iniciaba la introducción de su obra El valor de la ciencia, con estas palabras: «La búsqueda de la verdad debe ser el objeto de nuestra actividad; es el único fin digno de ella». «Muchos - prosigue Poincaré -, se horrorizan de la verdad; la consideran como una causa de debilidad. No obstante es necesario no temer a la verdad, porque sólo ella es hermosa». Se refería él «en primer término a la verdad científica, pero también a la verdad moral, de la cual lo que se llama justicia no es más que uno de los aspectos». Así pues, no hay por qué hacer distinción entre verdad científica, moral o teológica. Dios se encuentra en toda verdad, y la más sublime y sagrada de ellas es su Verbo, el Verbo encarnado, ¡Jesucristo! En Él reside toda verdad. Y está allí, dispuesta a dársenos con sólo desearla con fe.

Quienes la buscan «con recta intención» la «verán», dice el Señor. Lo contrario es aislarse, es negar la posibilidad de encontrarse con ella. No obstante, la Verdad no se deja encasillar, no se deja poseer. El texto bíblico Nadie ha visto a Dios3, demuestra que nadie conoce toda la verdad y tampoco es dueño absoluto ella.
Todos cuantos la ansían la pueden encontrar; mas los que aseguran poseerla, los que creen tenerla, son los soberbios, los autosuficientes, los que pretenden saberlo todo y poderlo todo por sus propios méritos, su autoridad o su capacidad... Estos «van a quedar ciegos», se perderán, a falta de la Luz.
Para finalizar, anotamos unos versos del obispo brasileño Helder Cámara, hombre de fuertes experiencias vividas durante toda una existencia dedicada a Dios y a los más pobres; él no duda en recomendarnos:

«No le tengas miedo a la verdad
porque por dura que pueda parecerte
y por hondo que te hiera,
sigue siendo auténtica.

       Naciste para ella.
Sal a su encuentro,
dialoga con ella,
ámala,
que no hay mejor amiga,
ni mejor hermana.»


Y por eso nos sentimos con la misma disposición que él de elevar nuestro corazón a Dios para manifestarle:

«Bendito seas, Padre,
por la sed
que despiertas en nosotros;
por los planes audaces
que nos inspiras;
por la llama
que eres tú mismo,
chisporroteando en nosotros.

¡Qué importa
que la sed continúe insasiada
(malditos los hartos)!
¡Qué importa que los planes
continúen más bien en el mundo de los sueños
y no en el de la realidad!

¿Quién va a saber mejor que tú
que el éxito
no depende de nosotros
y que tú no nos pides
más que el cien por cien de abandono
y buena voluntad?

(Helder Cámara, El desierto es fértil)

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1 Jn 9, 35-39
2 Cf. Fl 3, 12
3 Cf. Jn 1, 18

ORACIÓN POR MI OIKOS



«No sabemos si estamos destinados a ser río caudaloso, o si hemos de parecernos a la gota de rocío que envía Dios en el desierto a la planta desconocida. Pero, más brillante o más humilde, nuestra obligación es cierta: no estamos destinados a salvarnos solos».

(Beato Mosén Sol)

Oh, Señor, que tu Santo Espíritu me ayude a edificar
un hermoso árbol en mi vida y en mi corazón,
que, más que alto, que sea ancho…
Un árbol, en cuyas ramas estén inscritos
los nombres de todos mis familiares y amigos,
vecinos y lejanos, presentes y ausentes, viejos y nuevos.
Los que veo a diario y los que veo a veces;
los que me acuerdo siempre
y los que olvido con frecuencia;
los que están conmigo en tiempos difíciles
y los que tengo a mi lado en momentos felices;
los que yo he lastimado y los que me han hecho sufrir.
Los que conozco profundamente
y aquéllos que sólo conozco en apariencia.
Los que me deben algo y a quienes les debo mucho.
Mis amigos y mis no tan amigos.
Y de todos aquéllos que ya han pasado por mi vida.
Que esos nombres nunca salgan de mi corazón y de mis oraciones.
Oh mi buen Dios, ayúdame a construir ese árbol,
con raíces profundas y ramas muy grandes.
Que crezca y dé frutos unido a ese gran árbol que es Cristo, tu Hijo,
y a muchos otros árboles, de mi barrio y del mundo entero.
Y, juntos, procuremos agradable sombra y provecho,
a todos aquellos que necesiten de ayuda, amistad
o de un simple descanso en las duras luchas de la vida.

AMÉN.

lunes, julio 18, 2011

EL BAUTISMO: ¿sabéis qué es?


1-Nombre de pila hace alusion a la pila bautismal - Canal Chupete
El texto que se ofrece a continuación sirvió para realizar un tríptico parroquial que se entregaba a padres y padrinos una vez finalizada la charla pre-bautismal. Con el tríptico también se les recomendaba a releerlo para interiorizarlo y familiarizarse con él.

Padres y padrinos: ¿Qué pedís a la Iglesia de Dios para el niño o la niña que presentáis?
Padres: Al pedir el Bautismo para sus hijos, ¿Sabéis que se obligan a educarlos en la fe, para que estos niños, guardando los mandamientos de Dios, amen al Señor y al prójimo como Cristo nos enseña en el Evangelio?
Padrinos: ¿Estáis dispuestos a ayudar a los padres en esta tarea?





Comencemos desde el principio. ¿Sabéis qué son los Sacramentos?
   

Cuando veis a los lejos una columna de humo pensáis en fuego; cuando el semáforo está en rojo significa que no debéis pasar; darse un apretón de manos es signo de amistad; las palabras pueden expresar amor, ternura, amistad, comprensión, dolor, etc.

  


Hay objetos, gestos y palabras que son signos y símbolos y las personas los utilizan para comunicarse con los demás. Ellos expresan algo que no vemos, pero no por eso irreal.
El hombre, a la vez, corporal  y espiritual, manifiesta y percibe las realidades espirituales a través de símbolos y signos materiales.

Lo mismo sucede en su relación con Dios. Dios le habla al hombre a través de las Sagradas Escrituras y de la creación visible. El cosmos, pues, se presenta ante la inteligencia humana para que vea en él las huellas de su Creador. 

La luz y la noche, el viento y el fuego, el agua y la tierra, el frío y el calor, el árbol y los frutos, hablan de Dios y simbolizan a la vez su grandeza, su proximidad y su bondad. Estas realidades sensibles pueden llegar a ser lugar de expresión de Dios, que santifica a los hombres y, a su vez, de la acción de los hombres que rinden culto a Dios.


Así, el Señor Jesús en su predicación se sirvió con frecuencia de los signos de la creación para dar a conocer los misterios del Reino de Dios.
Igualmente ocurre con los signos y símbolos de la vida social de la gente: lavar y ungir, partir el pan y compartir la copa, pueden expresar la presencia santificante de Dios y la gratitud del hombre hacia su Creador.

La liturgia, culto que la Iglesia ofrece a Dios, integra y santifica elementos de la creación y de la cultura humana confiriéndoles la dignidad de signos de la gracia, de la creación nueva en Jesucristo. Estos signos, asumidos por Jesucristo, se llaman sacramentos.
Ellos, no sólo expresan y simbolizan algo espiritual, sino que lo realizan concretamente.





Definamos lo que son los sacramentos

Los sacramentos son «signos eficaces» y «eficientes», de la gracia de Dios. Es decir, no sólo "significan" algo que no se ve, el Amor (la Gracia) de Dios, sino que también lo "hacen presente" en nuestras vidas. Así pues, todo sacramento es un encuentro de Cristo con el hombre, a través de un signo eficaz.

El Evangelio recoge las palabras de Jesús: “Como el Padre me envió, así también yo los envío a ustedes” (Juan 20, 21). Y también: “Vayan por el mundo y hagan discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y enseñándoles a guardar todo lo que yo les he mandado. Sepan que yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mateo 28, 19-20).



La fuerza sacramental de los signos sacramentales deriva del hecho de ser acciones (gestos y palabras), no de un hombre, sino del mismo Cristo que, haciéndose presente, los realiza por medio de sus ministros, a quienes ha otorgado su poder. Cristo es Sacramento del Padre, la Iglesia lo es de Cristo.


Los Sacramentos de la Iglesia

Hay siete sacramentos: Bautismo, Confirmación, Eucaristía, Penitencia, Orden Sacerdotal, Matrimonio y Unción de los enfermos.


En todos ellos la presencia operante de Cristo y de su Espíritu se prolonga en la acción sacramental de la Iglesia. Cuando Pedro y Pablo bautizaban, era Cristo quien bautizaba; cuando el sacerdote convierte el pan y el vino en el cuerpo y en la sangre de Jesús, es Cristo quien consagra; Cristo, mediante el Obispo, confirma en la fe a los confirmandos; Cristo, mediante la alianza de los esposos en el Matrimonio, se hace presente como sello y garantía de comunión y fidelidad; Cristo ordena a un hombre para el Sacerdocio Ministerial cuando el obispo lo consagra; Cristo, por medio del sacerdote de la Iglesia, perdona los pecados y reconcilia a los pecadores con el Padre; finalmente, Cristo unge el cuerpo del enfermo, lo consuela y le infunde la fuerza del Espíritu. En definitiva, Cristo siempre es el celebrante principal de los sacramentos.



Efectos del Bautismo


a) Por el Bautismo Dios concede el perdón del pecado original y de los pecados personales y remite la pena debida por ellos.

b) El hombre es introducido en el Misterio Pascual de Cristo, muere con Él, es sepultado con Él y resucita con Él.

c) Infunde la Gracia divina, con lo cual el hombre se hace partícipe de la vida íntima de Dios.

d) Se reciben los gérmenes de los siete dones del Espíritu Santo
(sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios) y de las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad).

e) Inicia en la persona la inhabitación de la Santísima Trinidad.

f) El bautizado es "sellado" con un carácter indeleble, que no se puede borrar, por el que es destinado a la misión universal de la Iglesia: la santidad y el apostolado.




La celebración del Bautismo.



El Bautismo consta de tres elementos esenciales:

1. El agua, materia del signo bautismal, el cual purifica y significa nueva vida.


2. Las palabras pronunciadas por el ministro: “Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.


3. El ministro. Ordinariamente es el sacerdote o el diácono. Pero, en peligro de muerte, cualquier persona desde los 16 años puede administrar el sacramento del Bautismo, con tal de que cumpla con el signo sacramental (materia y forma) y tenga la intención de hacer lo que hace la Iglesia.



Exigencias de los padres y de los padrinos

  • ­­­Los padres y los padrinos representan a la Iglesia y profesan la fe de ésta.
  • Los padrinos representan a la familia como extensión espiritual de la misma y ayudan a los padres para que el niño llegue a profesar la fe y a expresarla en su vida.
  • Es necesario que la madrina y el padrino reúnan las cualidades humano-cristianas para hacerse cargo de las obligaciones que le exige la Iglesia:
  I.  Que tengan la madurez necesaria para cumplir sus funciones.
    II.    Que hayan recibido los tres sacramentos de la iniciación cristiana: Bautismo, Confirmación y Eucaristía.

Quién debe participar en la celebración del Bautismo?

Toda la comunidad cristiana, en especial los familiares.




PADRES Y PADRINOS: REDESCUBRAN EL BAUTISMO COMO DON Y PARTICIPACIÓN EN LA VIDA DE DIOS Y TRATEN DE VIVIR SEGÚN LA BUENA NUEVA DEL EVANGELIO


Sincero ante Dios y ante los demás


Mi Dios no es un Dios duro, ni impenetrable, ni impasible;
mi Dios es frágil, es de mi raza.
Para que yo pudiera saborear la divinidad,
amó mi barro.
El amor hizo frágil a mi Dios.
Conoció la alegría humana, la amistad.
Él gustó de la tierra y de sus cosas.
Tuvo hambre, sed, sueño,… y se cansó.
Fue sensible.
Se irritó.
Fue dulce, como un niño.
Fue alimentado por una madre
y bebió toda la ternura femenina.
Mi Dios tembló ante la muerte.
No amó nunca el dolor, no fue amigo de la enfermedad;
por eso, curó a enfermos.
Sufrió mucho: sufrió el destierro.
Fue perseguido y también aclamado.
Amó todo lo que es humano: las cosas y los hombres;
el pan y a la mujer; a los buenos y a los pecadores.
Mi Dios fue un hombre de su tiempo.
Vestía como todos, hablaba el dialecto de su tierra.
Fue débil con los débiles y soberbio con los soberbios.
Murió joven porque fue sincero.
Le mataron porque le delataba la verdad que había en sus ojos.
Pero mi Dios murió sin odiar…
Murió excusando, que es más que perdonar.
Rompió con la vieja ley del “ojo por ojo, diente por diente”
e inauguró una violencia totalmente nueva: la del amor.
Aplastado contra la tierra, arrojado al surco, traicionado, abandonado, incomprendido,… continuó amando.
Por eso, mi Dios venció a la muerte.
Por ello, todos estamos en el camino de la misma resurrección.
Para muchos, es difícil entender ese Dios frágil.
Mi Dios que llora, que no se defiende.
Mi Dios que hace de un ladrón y criminal
el primer santo de su iglesia.
Es difícil entender a mi Dios, abandonado de Dios.
Mi Dios que debe morir para triunfar.
Es difícil entender a mi Dios frágil, amigo de la vida.
Mi Dios que sufrió el mordisco de todas las tentaciones.
Es difícil ese Dios:
para quien piensa triunfar sólo venciendo;
para quien se defiende sólo matando;
para quien considera pecado aquello que es humano.
Es difícil mi Dios frágil:
para aquéllos que siguen soñando en un Dios que no se parezca a los hombres.

(Texto adaptado, original del P. Juan Arias: El Dios en quien yo no creo; Ed. Sígueme, Salamanca, 1975).

Ejercicios para la reflexión
1.   ¿En qué Dios creo yo?  Elige tres rasgos de los señalados  en el texto anterior.
·                                                                                           
·                                                                                           
·                                                                                           


2.   Explícale esos rasgos que elegiste a los demás.

Por una bicicleta y una Misa de difuntos



En cierta ocasión, un señor viudo, ya mayor por cierto, me decía que él no se acercaba a Misa porque dejó de creer en los curas. Su “falta de fe” ─entre otras cosas, decía él─ tenía origen en la decepción que sufrió cuando el celebrante nombró también a otros difuntos en la misa que “él había mandado hacer” sólo para su mujer.

En otra oportunidad, durante uno de los encuentros de catequesis con padres de niños de Primera Comunión, un papá expresaba que su alejamiento de la Iglesia se inició cuando se preparaba para recibir por vez primera el sacramento eucarístico, porque quien impartía la catequesis “le había ofrecido una bicicleta” si concluía la etapa de preparación.

Los asistentes oímos el relato con asombro y no faltó quien soltara una contenida carcajada o quien comentara con sorna lo referido por el parroquiano.

A pesar de lo jocoso que pueden parecer estos testimonios, son muy serios. Relatos como estos se dan como excusa para saltar los más elementales compromisos bautismales. Resulta triste pensar que el fundamento religioso de tantos cristianos sea tan superficial y paupérrimo. Algunos la denominan “infantiloide” porque, aunque se ha sembrado alguna que otra buena semilla, no han crecido por diversos motivos. A estas personas cualquier contrariedad en la vida, por irrelevante que fuera, le ocasiona decepción y resquemor.

Experiencias como éstas invitan a la reflexión y cuestionan la falta de profundidad en formación y convicciones religiosas de algunos cristianos. Más que nada, de lo último, porque no es necesario poseer un conocimiento teológico amplio para gozar de una fe adulta. En efecto, en la Iglesia naciente, la comunidad sabía lo esencial de la doctrina, el “kerigma”, es decir, los artículos compendiados en el Credo apostólico. Y, sin embargo, demostraban una actitud de fe, esperanza y caridad que asombraban a quienes los veían. La gente de entonces, contemplando a esos cristianos, se preguntaba: ¿Quiénes son? ¿Por qué son así? ¿Qué los hace diferentes?

Los bautizados debiéramos acercarnos más a la Fuente: Cristo, muerto y resucitado, el Redentor del hombre. Sin temor. ¡No tengáis miedo! -decía Juan Pablo II, de grata recordación. Hace falta que constituyamos una Iglesia que acompañe, no sólo a los demás fieles; también ─y muy especialmente─ a los alejados, muchas veces “decepcionados”, a aquéllos que, con o sin motivos, no han tenido la ocasión de experimentar el Amor de los amores, ni de comprender mejor que la promesa del Reino no se rige por normas comerciales, de compra-venta, ni es el alcance de un objeto temporal cualquiera, o de un juego de trueque con Dios, de obras por dones, y ni siquiera de consuelo psicológico, aunque, en ocasiones, se logre también esto último.

Se trata de construir una Iglesia en misión permanente, donde los bautizados den “razones para esperar” y actuar (cf. 1Pe 3, 15). Una Iglesia que responda a los perennes interrogantes sobre el sentido de la vida presente y futura y la mutua relación de ambas, que comprenda el mundo en que vivimos, sus esperanzas, sus aspiraciones y el sesgo dramático que con frecuencia le caracteriza (cf. GS, 4).

Y esto no lo podemos dejar sólo en manos de curas y monjas. Todos los cristianos estamos llamados a comprometernos en este sentido; de ir creciendo y madurando, para sí mismos y para los demás, cada uno según sus posibilidades.

Quienes tenemos la ocasión de encontrar en el camino de la vida a gente decepcionada “por la promesa de una bicicleta” o por no contar con una Misa a la medida de sus gustos, le pedimos perdón al Señor, ya que con nuestra pobre o ninguna actuación, hemos sido incapaces de llegar al corazón de estas personas, fundamentalmente porque nos falta transparentar a Cristo en nuestras vidas.

(Última corrección: 18-07-2011)

El hecho inacabado de la creación en Teilhard de Chardin


«Dios mío,... eres Tú quien está en el origen del impulso, y en el término de esa atracción,... Y eres Tú también quien vivifica para mí, con tu omnipresencia (mucho mejor que lo hace mi espíritu por la Materia que él anima), las miríadas de influencias de que en todo instante soy objeto.  En la vida que brota en mí, en esa Materia que me sostiene, hallo algo todavía mejor que tus dones: te hallo a Ti mismo; a Ti que me haces participar de tu Ser y que me moldeas.

En verdad, en la regulación y la modulación iniciales de mi fuerza vital, en el juego favorablemente continuo de las causas segundas, toco, lo más cerca posible, las dos caras de tu acción creadora; me encuentro con tus dos maravillosas manos y las beso: la mano que aprehende tan profundamente que llega a confundirse en nosotros con las fuentes de la Vida, y la que abraza tan ampliamente que a su menor presión los resortes todos del Universo se pliegan armoniosamente a un tiempo.»

(Pierre Teilhard de Chardin, El Medio Divino)

Es evidente que nuestro mundo pertenece a un universo en constante evolución. La Tierra existe desde hace más de cuatro mil quinientos millones de años y la aparición de la vida en ella se sitúa entre dos mil quinientos y tres mil millones de años atrás, fecha que coincide con la edad de las rocas más viejas de la corteza terrestre.

Partiendo de todos los resultados aportados por las diversas ciencias, especialmente por la paleontología bioquímica, se ha establecido que la vida surgió de la materia por un proceso de evolución «espontánea» a partir de un caldo de proteínas.
Mediante una serie de argumentos, sólidamente fundamentados en las ciencias y vislumbrados previamente por su profunda fe, el padre Pierre Teilhard de Chardin tuvo el gran mérito de percibir de una manera distinta el cosmos y de descubrir la importancia fundamental del concepto de evolución en la comprensión del sentido del hombre en el universo.

En cierto momento de este proceso evolutivo «aparece» el hombre como depositario de un elemento no presente en ninguna otra criatura: el espíritu. Y, como consecuencia, «todo el universo dio un salto gigantesco hacia adelante».
En el hombre, ese avance (o «salto cualitativo» como lo denominan algunos autores), fue el comienzo de un movimiento que se prolongaría en el tiempo y se mantendrá mientras exista la criatura amada por Dios: el hombre.

En efecto, la persona humana es, al mismo tiempo, un ser corporal y espiritual. El espíritu y la materia humanas forman una única naturaleza. Esta unidad es tan profunda que, gracias al principio espiritual, que es el alma, el cuerpo, que es material, se hace humano y viviente, y participa de la dignidad de la imagen de Dios.

Santo Tomás de Aquino dice, citando a Aristóteles, que el ser humano es comparable al horizonte, porque en él parece que se tocan el cielo y la tierra, lo terreno y lo espiritual. Es una creatura que representa un punto de contacto entre el espíritu y la materia, entre la naturaleza angélica y la naturaleza animal. Es una materia espiritualizada. Es, de alguna manera, un ser híbrido y también un compendio de todos los niveles de la creación. Y por lo tanto es una síntesis de la creación.

Para Teilhard de Chardin, no tiene objeto hablar de espíritu y materia; a sus ojos hay «espíritu-materia»: materia en proceso de espiritualización y viceversa.
La evolución, por tanto, se asocia con la idea de transformación o tendencia hacia otro estado. En el orden teilhardiano significa la unificación de la materia alrededor de un centro que revela, crea y se crea a sí mismo.
Sin entrar en especulaciones de las teorías del P. Teilhard, bástenos mencionar aquí que el desaparecido místico de la materia calificó a este tipo de fenómeno evolutivo con el nombre de «cosmogénesis», es decir, una tendencia particular de todo lo creado hacia un «Centro de Progreso».



Por esta acción, las formas «superiores» evolucionan (se orientan, se «complejifican» y toman «conciencia») a partir de las formas «inferiores». En esta tendencia dirigida hacia el Progreso siempre se alcanza una meta «hacia adelante», a pesar de los reveses que a veces se producen.
Es un misterio para el hombre el saber que sólo él ha sido objeto del «salto cualitativo» que le da una superioridad cualificada en la escala evolutiva de las criaturas vivas.

Con el poder que experimenta desde lo más profundo de su conciencia, el ser humano sabe que vive en un cosmos «cuantificado» y «orientado» hacia su Creador. Pero ello, según el padre Teilhard, se lleva a cabo bajo la técnica de buscar «a tientas»; algo así como actuar bajo el ciego influjo de la fe.

La búsqueda «a tientas» es una especie de azar dirigido, «que lo penetra todo y lo prueba todo para encontrarlo todo». Es la Gracia que todo lo plena ­–es el Medio Divino-, sólo a la espera de ser recibida para crecer cual semilla...
De una fe que se origina en el Amor de una «conciencia superior».


Encontramos aquí al hombre como «punta de lanza» de la evolución que, al mismo tiempo que descubre angustiado su finitud, encuentra esperanza en la dirección que le ha trazado el Creador. Está en él, no cambiar el sentido de la dirección del Progreso, sino colaborar con esa Fuerza a fin de precipitar la culminación del Reino en el tiempo más corto posible. De hecho, una forma particular de definir el pecado se explica desde esa perspectiva.
En este cosmos encontramos a Dios que actúa como principio animador de la individualidad y de la totalidad. El mundo no sólo no es un mundo acabado y estático, como lo sostenía Platón en la antigüedad. De ser así, nuestro Dios se ubicaría fuera de él, distanciado. Por el contrario, el nuestro es un mundo en continua creación, en el cual Dios se encuentra actuando permanentemente, para dirigirlo y completarlo todo en un punto convergente, que no puede ser otro que el Cristo Total (punto Omega).

En ese esquema, Cristo debe ser «ampliado» y «explicitado» de modo conveniente y no «encasillado» bajo una representación particular, amoldada a un interés personal y fútil. Sólo así puede ser entendido un Cristo sobrenaturalizado -resucitado y resucitador- y principio «ultrahumanizador» de la evolución. Es el Cristo que los cristianos debemos mostrar.
Cristo se presenta en la historia como el ser en el cual todo cuanto existe encuentra su significado. Él inicia el principio y culmina el fin. En expresión de san Juan, Cristo es Alfa y Omega, puntos desde los cuales Dios ha trazado la línea recta en la cual avanzan el destino y el progreso humanos. Cristo es el sentido de toda esta evolución, y Él mismo es el eje que la soporta. Al tener la certeza de sabernos amados «con un amor auténtico, creceremos de todas maneras hacia Aquél que es la cabeza, Cristo» (Ef 4,15).

Ese es el sentido de la exclamación «por Cristo, con Él y en Él», repetida en las eucaristías que se celebran en todo el mundo miles de veces diariamente.
San Pablo lo expresó así en el Areópago de Atenas, delante de filósofos, epicúreos y estoicos: «en Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17, 28). Para Pablo, Cristo es la Plenitud y no duda en expresarlo bellamente con estas palabras: «Dios, pues, colocó todo bajo los pies de Cristo y lo puso más arriba que todo» (Ef 1, 22). El santo de Tarso cuando se refiere a que Dios colocó «todo» a los pies de Cristo quiere decir que «no se hace ninguna excepción». Sin embargo, algunos se preguntan (junto con el autor de la carta a los hebreos): cómo, entonces, entender la contradicción: «Es verdad que por el momento no se ha verificado esto de: ‘todo le está sometido’» (Heb 2, 8).
Realmente no existe contradicción alguna; es que, sin poder optar, todos los hombres estamos sometidos al tiempo. El tiempo nos ha sido dado para alcanzar la plenitud que ya existe, y que ya es una realidad concreta en Cristo glorificado, pero que no ha tenido cumplimiento aún para nosotros, para la dimensión temporal en la cual existimos.
En efecto, el Reino está por realizarse. Se inició con la creación del hombre, y con Jesús de Nazaret fue corregido el camino, desviado con Adán y Eva. Aunque sólo alcanzará su plenitud cuando todo se haya unido a Él.
Nos conviene, entonces, alcanzar esta situación, llegar al Cristo Total. Por eso, los cristianos repetimos sin cesar con el apóstol Juan: «Ven, Señor Jesús» (Apoc 22, 20).
También Juan Pablo II, de grata memoria, nos recuerda en la encíclica Redemptor Hominis, que la creación es un hecho acabado sólo en el misterio de la Redención, donde Cristo corona la creación entera, no como accesorio sino como realidad necesaria.

Ante verdad tan contundente, nuestra frágil condición es alentada a cantar agradecidos con el salmista:

¡Oh Señor, nuestro Dios,
qué glorioso es tu Nombre por la tierra!...

Al ver tus cielos, obra de tus dedos,
la luna y las estrellas que fijaste,
¿quién es el hombre, que te acuerdas de él,
el hijo de Adán para que de él cuides?

Apenas inferior a un dios lo hiciste,
coronándolo de gloria y de grandeza; 
le entregaste las obras de tus manos,
bajo sus pies has puesto cuanto existe...

¡Oh Señor, nuestro Dios,
qué glorioso es tu Nombre por la tierra!...

(del Salmo 8)


lunes, julio 11, 2011

La bendición: una visión desde la Antigua Alianza

Introducción


Bendecir viene del latín benedicere, que significa hablar bien, alabar, ensalzar o desear todo lo mejor a alguien. Así pues, la bendición es la acción y el efecto de bendecir.
La bendición siempre parte de Dios, quien es la fuente de todo bien, de toda bendición, por lo que constituye un acto divino que da vida. De allí nace su sentido eminentemente religioso.
El hombre puede bendecir a Dios, a otros hombres, a otros seres de la creación e, incluso, a situaciones y objetos. Pero, dado que toda bendición proviene de Dios, cuando el hombre bendice se convierte en mediador de la bendición que Dios concede. De hecho, bendecir a alguien o a algo significa invocar la protección divina a favor de una persona, de una cosa o de una situación.
Cuando el hombre bendice a Dios, elevando su pensamiento al creador, éste a su vez derrama su gracia, no sólo en beneficio del orante sino a favor de todos los hombres y de toda la creación. Esa gracia, esa bendición, que desciende de Dios a través del hombre constituye una dispensación del favor divino y suele ser pronunciada por un hombre, en su condición de profeta, sacerdote y rey. Es el gran misterio de la oración.


Dios bendice su obra

Desde el comienzo y hasta la consumación de los tiempos, toda obra de Dios es bendición. Desde el poema litúrgico de la creación, los autores bíblicos inspirados anuncian la bondad de Dios que se expresa en el cosmos como una inmensa bendición de Dios (cf. Catecismo de la Iglesia Católica 1078, 1079).
Dios bendice las aguas, las especies marinas y todas las aves, y las manda a crecer y a multiplicarse (Gén 1, 22). Al final de cada día del proceso de creación y hasta el quinto día, sin haber creado aún al hombre, Dios echa una mirada a su obra y ve que era buena (Gén 1, 25).
Al sexto día crea al hombre, varón y mujer, después de lo cual Dios lo bendijo (Gén 1, 28) y consideró que todo cuanto había hecho era muy bueno (Gén 1, 31).
La expresión muy bueno, quiere denotar que la creación, con el hombre en ella, tiene una calificación superior a la creación sin el hombre. El hombre es la “única criatura a la que Dios ama por sí misma”, por lo que es: su propia imagen y semejanza.
El primero que bendice es Dios. Bendice toda la obra salida de sus manos, incluyendo el “día del Señor” que Él mismo santificó (cf. Gén 2, 3).

La alianza con Noé y con todos los seres animados renueva esta bendición de fecundidad, a pesar del pecado del hombre que rechaza el amor de Dios (cf. Gén 9, 1).
Pero es a partir de Abraham (Gén 12, 2) cuando la bendición divina penetra en la historia humana por la fe del “padre de los creyentes”, quien acoge la bendición, con lo cual se inaugura la historia de la salvación.

La bendición acompaña al pueblo elegido

El fin último de las bendiciones es siempre el hombre. De ahí que ellas se manifiesten en el Antigua Alianza en acontecimientos históricos maravillosos y salvadores: el nacimiento de Isaac, la salida de Egipto (Pascua y Éxodo), el don de la Tierra prometida y la elección de David, la presencia de Dios en el Templo, el exilio purificador y el retorno de un pequeño resto.
La Ley, los Profetas y los Salmos tejen la Liturgia del Pueblo elegido y recuerdan, a la vez, estas bendiciones salvíficas. El pueblo, por su parte, responde a ellas con las bendiciones de alabanza y de acción de gracias (los Salmos).

El hombre fue creado para bendecir

La imagen y semejanza a Dios concedida al hombre por su creador lo hace capaz de amar, lo cual implica que es, al mismo tiempo, sujeto y mensajero de bendiciones. Por eso, el hombre está llamado a bendecir y amar a las criaturas que lo acompañan en la creación, pero especialmente, está llamado a bendecir y amar a sus semejantes porque son imagen de Dios.
En la narración del libro del Génesis, el varón y la mujer se admiran, se enamoran y se aman cuando “se miran” y se reconocen. Así, Adán mirando a Eva, reconoce la semejanza que encuentra en ella exclamando el halago antidiluviano: Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne (Gén 2, 23), expresión que constituyó una auténtica bendición de agradecimiento a Dios por haberle dado compañía “adecuada”, pero al mismo tiempo, de sentida admiración esponsal del varón hacia la mujer.
Esa bendición proviene de un amor que es profunda relación y pertenencia mutua, porque la imagen y semejanza a su creador hace al hombre reconocer su propia dignidad como continuador de la magnífica obra iniciada por Dios. Convencido de ello, el salmista exclama agradecido: Bendice, alma mía, al Señor (Sal 102).
El hombre implora a Dios su bendición, confiado de que, con ella, es o será agraciado (lo opuesto de desgraciado) y que con esa gracia y protección divinas puede superar cualquier contrariedad a su paso por la vida y la historia.
Efectivamente, el salmista invoca: que el Señor se acuerde de nosotros y nos bendiga, bendiga a la casa de Israel, bendiga a la casa de Aarón, bendiga a los fieles del Señor (Sal 113).

Signos de la bendición de Dios

Toda la creación es expresión de la bendición de Dios al hombre. Así, encontramos que, una bendición de carácter absoluto a la persona humana es la Gracia del Creador, la vida misma de Dios. Por extensión, debido a la imagen y semejanza a Dios de que goza el hombre, otra bendición es el propio hombre para sí mismo, al ser entregado al cuidado el uno del otro.
De igual manera, el amor esponsal, expresado en la unión del varón y la mujer, permite continuar la obra creadora de Dios, de manera que el nacimiento de un niño es un signo particular de la bendición y del amor de Dios al hombre.
Hay también muchos otros elementos de la creación que el hombre ha asumido como claros signos de bendición; en efecto, el agua, el pan y el vino, entre otros, lo son por excelencia.

El agua es signo de salud, de limpieza, de fertilidad. Se la considera salida de las manos de Dios y, por tanto, un don, un regalo. En la Biblia, desde la creación y separación de los mares y la tierra, hasta los ríos, arroyos, fuentes y pozos (Gén 1, 2.6.7.10; Is 8, 6.7; Jer 2, 13),  el agua es una bendición. La falta de agua se considera como el mayor de los males (Ex 15, 23; 17, 3; Is 19, 5; Jer 14, 3).
Por su parte, el pan y el vino en la Antigua Alianza, son frutos del esfuerzo del hombre, y eran ofrecidos como sacrificio entre las primicias de la tierra, en señal de agradecimiento al Creador por su expresa bendición, para lograrlos. Pero reciben también una nueva significación en el contexto del Éxodo: los panes ázimos que Israel come cada año en la Pascua conmemoran la salida apresurada y liberadora de Egipto. Y el recuerdo del maná del desierto sugerirá siempre a Israel que vive del pan de la Palabra de Dios (Dt 8, 3), toda una “nueva” bendición.
Finalmente, el pan de cada día es el símbolo del fruto de la Tierra prometida y prenda de la fidelidad de Dios a sus promesas. El cáliz de bendición, al final del banquete pascual judío, añade a la alegría festiva del vino la dimensión escatológica de la espera mesiánica y del restablecimiento de Jerusalén: la bendición póstuma y definitiva.

Dios bendice al hombre de corazón recto

El hombre es querido por Dios, incluso cuando se aparta de Él. Y Dios siempre toma la iniciativa y le ofrece al hombre su Alianza, su protección, a condición de que el hombre se presente en actitud humilde y corazón abierto hacia Él. Moisés no tiene duda de esto y los encuentros con su Señor se lo han corroborado. Por eso advierte a su pueblo: Si escuchas a Yahvé y practicas todos sus mandamientos, Él te dará abundante prosperidad en todo lo que hagas, multiplicará tus hijos y tus bienes, tu tierra será fecunda y tendrás todo en abundancia (cf. Dt 30, 8-9). En una palabra, Dios le colmará de bendiciones.



El hombre ha sido bendecido por Dios con los dones de la inteligencia, libertad y gracia, para elegir el Camino de la Vida. Por eso, Dios se dirige al hombre, a todo hombre, y le expresa desde su conciencia: Mira que te he ofrecido en este día el bien y la vida… te puse delante la vida o la muerte, la bendición o la maldición. Escoge, pues, la vida para que vivas tú y tu descendencia, amando a Yahvé, escuchando su voz, uniéndote a Él (Dt 30, 15. 19-20).



Conclusión

La dimensión de la bendición está presente en el hombre como algo que le es constitutivo. El origen de la bendición en el hombre es diferente al mal y al pecado, que lo degradan, los cuales le vienen de fuera.

El hombre está llamado a bendecir, incluso por encima de sus propias limitaciones y es responsable de reconquistar el orden de la creación, de acuerdo a los mandatos de Dios. Al saborear el mundo y construirlo bajo los criterios originarios del Creador, el hombre tiene conciencia de ser bendecido por Dios. Él sabe bendecir a Dios en la sencilla contemplación de las cosas, de la naturaleza y de las criaturas. Dios, por su parte, se manifiesta en esas realidades concretas de la vida diaria. Pero no son las únicas; también son epifanías ─ manifestaciones reales de Dios hacia el hombre─, la Liturgia, la Oración y, sobre todo, la Persona Humana.
Dar de beber, en su sentido material y espiritual es, al mismo tiempo, dar y recibir bendición; quien la proporciona, agradece la oportunidad del gesto; quien la recibe, agradece la acción y percibe que su existencia es importante para alguien que lo ha cuidado; es decir, que lo ha bendecido.

La “Salpasa”, por ejemplo, costumbre difundida entre algunos pueblos mediterráneos, aunque deformada con el tiempo, continúa manteniendo su encanto como celebración de religiosidad popular. Consiste en la bendición del agua y la sal, dispuestas por los vecinos ante sus casas, como signos de abundancia y protección de Dios. Aunque cada familia coloca sus respectivos signos por separado, la sal y el agua de cada uno se convierten en dones comunes, para todos por igual.

En algunas latitudes existe la costumbre de pedir y dar bendiciones. Aunque en los últimos tiempos se haya perdido algo esta hermosa práctica, especialmente entre los más jóvenes, las bendiciones constituyen parte de los saludos hoy en muchas familiares.
También existen otras muchas bendiciones que provienen de los tiempos más antiguos, como la bendición de los alimentos antes de comer, la de los esposos, de los hijos, del hogar, de objetos e imágenes religiosas; la de los campos y el arado, de los animales y del Belén, etc. Otras costumbres, más actuales, son la bendición del árbol de Navidad o del coche.

Ojalá podamos rescatar costumbres como estas, a fin de no olvidarnos nunca que somos bendición de Dios, lo cual nos obliga a reconocerlo, alabarlo y amarlo (cf. Ex 20, 1-11) y, en Él, al prójimo como a nosotros mismos.

José Antonio Juric B.