Me lleno de indignación al ver vídeos que muestran a cientos de personas haciendo colas en Venezuela para adquirir comida o medicina. Según una fémina presente, de esas que algunos llaman “sin-oficio”, afirma que se trata de "colas sabrosas”. Desconozco si lo dice porque las fulanas colas le ofrecen la ocasión de saborear chistes y chismes o de disfrutar la casi segura tángana en las que terminan a menudo todas ellas y que provocan los más “arrechitos” porque son más “vivos” o porque hay que defenderse de estos.
En Venezuela hay que
hacer cola para todo: para comprar comida, medicinas, o cualquier artículo de
primera necesidad; para realizar trámites de diversa índole, por más simples que
fueran; para pagar facturas, para hacer algún trámite bancario, para abordar una
“camionetica” o un autobús… Y no se diga de las monumentales colas, de horas de
duración, que se forman en las estaciones de servicio para comprar gasolina. Desde hace muchos años las infames colas entraron a formar parte de la
vida cotidiana de los venezolanos.
Es
lamentable ver a tanta buena gente que, pasiva y obedientemente, se deja marcar
un número en el brazo, como si de un
“certificado de buena conducta” se tratara; tener que asistir a ese vergonzoso,
denigrante y consuetudinario acto de “humildad” representa una afrenta contra
la libertad y dignidad de las personas. Igual enfado produce ver las turbas iracundas
corriendo, empujándose, golpeándose, maltratándose de diversas formas para
llegar hasta una meta: esto es, para alcanzar antes que nadie un transporte que
vende alguna mercancía desaparecida o de difícil adquisición o, incluso, llegar hasta un transporte averiado en la vía pública para saquearlo y hacerse de su contenido. ¿Y de las
embarazadas, de los viejitos y de los minusválidos quién se hace cargo?
¿Cómo
no advertir en esas situaciones de indefensión la humillación más pura y dura y
una siniestra presión para someter a la población a una dependencia casi
absoluta a los caprichos del Estado? ¿Cómo
no descubrir en estas lamentables imágenes las prácticas más humillantes y
aberrantes para un ser humano, que le marcarán el corazón para toda la vida?
Pero ahora resulta que desde
hace algún tiempo las necesarias colas son criticadas, “prohibidas” y hasta
castigadas por los seudolíderes del régimen que las provocaron, me imagino que porque ellos habrán
advertido que ya la gente comenzó a “disfrutarlas”. Definitivamente, como dijo
la desquiciada aquélla, las colas se han vuelto “sabrosas” y el régimen no
puede aceptar que el pueblo “disfrute” de “felicidad” alguna, como no sea la
que ellos implantaron, el mal llamado “mar de la felicidad”.
Siempre me he preguntado cuál
será la chispa que enciende conductas sociópatas en gente habitualmente normal
y cuál el mecanismo que sostiene y amplifica esos comportamientos inadecuados.
Según Abraham Maslow, en
términos generales, no puede darse la armonía, ni la amistad, ni es posible practicar la
verdadera solidaridad cuando se vive bajo el signo de la precariedad total. Cuando
las personas enfrentan un peligro inminente, donde se juegan la vida (caso por
ejemplo del zozobrado buque Titanic), de seguro encontraremos allí una minoría humanitaria,
filantrópica, que se abocaría a asistir (a salvar) primero a mujeres, niños y discapacitados,
ayudándoles o cediéndoles su puesto en las botes salvavidas. Pero no todos procederán de esa manera; la
gran mayoría, por lo general agresiva y amotinada (por no decir alocada y fuera
de sí), intentará por todos los medios de salvar su propio pellejo, alcanzando un
puesto seguro en los botes.
A un amigo muy querido, consultor
empresarial, le escuché decir en cierta oportunidad que por “ley de supervivencia”,
un individuo que cae al mar por ejemplo, en general buscará desesperada y “egoístamente”
la manera de salvarse él. En la mayoría de los casos, esa desesperación le hará
“olvidar” por completo no sólo al “prójimo”, sino cualesquiera otras necesidades perentorias, ya que su prioridad será salvar la propia vida. Fíjense -decía él- en Gandhi: la altura de ser que logró ayudando a su país y a la comunidad
a la que pertenecía e, incluso, trascendiendo ésta. Pues bien, a ése, Maslow lo
colocaría en la cúspide de su pirámide de necesidades. Pero imagínense por un momento
a esa eminente figura universal en alta mar, sin equipo salvavidas, sin medios
para socorrerse, y verán lo que hace... ¡Casi con seguridad se comportará como lo haría cualquier mortal que estuviera en su lugar! Y de la franja superior que ocupaba en la cumbre de
la pirámide, de un tirón se ubicará en la base de la misma, es decir, en la veta
biológica y vital, donde se sitúan los instintos básicos de conservación de
cualquier animal. O tal vez no, si se impusieran contra todo pronóstico, sus principios y valores morales. No digo nada fuera de lo común: el ambiente y los fenómenos no controlables condicionan definitivamente la actuación de las personas por miedo.
Venezuela vive una crisis
de tal magnitud que puede compararse al naufragio de un navío. Cual inmenso iceberg
(lo peor es que, tal vez, el 95%, esté sumergido, oculto, y no logramos distinguirlo ni controlarlo),
el régimen imperante desde hace 20 años ha provocado el hundimiento lento,
progresivo pero seguro, de toda esa mole física, moral, humana e institucional que se
llama Venezuela. Algunos de sus habitantes, los “pasajeros” de ese país, muchas veces se ven
forzados a luchar por sus vidas agrediendo y arrollando, si fuere necesario, a
sus compañeros de viaje. Esa es la dolorosa estampa que se me ocurre representar para
intentar describir tanta barbarie, no sólo la que genera la archiconocida
delincuencia desbordada, sino la que se observa a diario en las “sabrosas”
colas que la gente debe hacer para surtirse de algún producto o realizar un servicio. El grito de guerra
general es, pues, “sálvese quien pueda”.
Bajo esas condiciones, hasta
la gente más cuerda y pacífica se puede convertir en una máquina violenta de
zaherir a sus congéneres. Sin disminuir la responsabilidad individual de cada
uno, habría que señalar como responsable de esa expresión negativa y generalizada,
al propio régimen. El fondo político, económico, legislativo, social… que hoy se
vive en Venezuela tiene tintes diabólicos. Nada se salva de esa maligna
influencia que ya se ha vuelto “estructural”.
La propuesta del
sociólogo y matemático noruego Johan Galtung (1930), sitúa en la “violencia
estructural” la raíz de las diversas formas de violencia directa, ya fueran de
orientación política, interpersonal o familiar. Para Galtung (uno de los
fundadores de la investigación sobre la paz y los conflictos sociales, 1964), son
las estructuras sociopolíticas y económicas como la represión, la marginación o
la pobreza las que explican las distintas formas de violencia.
Para nuestro siempre bien recordado san Juan Pablo II, la “miseria” y el “subdesarrollo” son equivalentes a “tristeza” y “angustia” (Sollicitudo rei socialis, 6; 1987). La Doctrina Social de la Iglesia afirma que la violencia social es, por lo general, responsable de unas “condiciones humanas indignas”, son fuente segura de conflictos graves.
Destacados sociólogos y psicólogos sociales han demostrado que cuando un grupo de personas entra en “interacción” el resultado no puede entenderse analizando por separado sus conductas individuales; es preciso acudir al análisis de la "psicología de la masa”. Se denomina “masa” a un revoltijo humano donde LA PERSONA pierde su identidad, pasando a ser simplemente materia prima del “alma colectiva”: puro sentimiento, acción y emotividad.
El término, además de designar a la “chusma”
enaltecida (por ejemplo, alimentando falazmente su ego con expresiones como “el
pueblo no se equivoca” -Chávez dixit-), sirve como instrumento para describir buena
parte de los fenómenos sociológicos como el comportamiento de las turbas y otros fenómenos similares, como los acaecidos en Venezuela en diversos momentos, y los que sufren algunas ciudades de España a raíz de la puesta en prisión de un conocido rapero antisistema.
La “Psicología de las
masas” sintetiza una visión de la “masa” como el lugar en el que se funden por
contagio las mentes individuales, engendrándose una unidad mental que hace perder
a cada uno su individualidad. Todos pasan a tener las mismas emociones (Gustave
Le Bon, 1841-1931). Bajo esas condiciones la masa, además, puede ser “inducida” a conducirse
irracionalmente, en su forma “no-lógica” (Vilfredo Pareto, 1848-1923).
Para el francés Le Bon (“Psicología de las multitudes”, 1895), el individuo dentro de la masa carece de voluntad y el control personal de los instintos primarios desaparece, por lo que las masas pasan a ser irracionales, emotivas, extremas, instantáneas, irritables, volubles e irresponsables.
Pero hay otro aspecto
importante que señalar: ¿A quién hay que responsabilizar de que un pueblo, otrora,
noble y pacífico haya llegado a estos extremos? ¿Quién es, a fin de cuentas, el
responsable de tales catástrofes inhumanas? ¿No le corresponde al Estado (sus gobernantes con nombres y apellidos) atender a la población, preocuparse y ocuparse de la calidad de vida de la gente
y de construir un “estado de bienestar mínimo" e, incluso, de mejorarlo?
¿Pero cómo logar esto si,
en cambio, uno se encuentra con una estructura de Estado (lo repito nuevamente: son personas con nombres y apellidos) volcada a promover la
ilegalidad, la violencia y el desorden en todos los sentidos? ¿Cómo lograr un
mediano estado de bienestar si los llamados a facilitar y estimular el
emprendimiento empresarial, la generación de riqueza y empleo y la seguridad
ciudadana e institucional a todos los niveles, se dedican a atacar a los que no
piensan como ellos o a implementar casi a diario “un nuevo plan” basado en cuanta
ocurrencia se les vino a la cabeza la noche anterior?
¿A quién le incumbe
mejorar y vigilar los servicios públicos tales como la sanidad, la educación,
los servicios de ayuda a las familias como las guarderías, las escuelas de preescolar
e infancia hasta la universidad, los servicios para las personas ancianas y los
discapacitados, los servicios sociales de todo tipo, la vivienda de interés social
y otros servicios para las personas, todos ellos orientados a mejorar el
bienestar de la población y la calidad de vida de sus ciudadanos y residentes? ¿Quién
se hace responsable de ser el causante de que millones de ciudadanos sean
empujados a emigrar no sólo a otras latitudes buscando nuevos horizontes, sino
también forzados a emigrar -como dijo cierta vez san Juan Pablo II- “psicológicamente”, esto es, aislándose
socialmente para no ser afectados a manos de la criminalidad o de los efectos
perversos del gobierno?
Hay un elemento que
confirma la sospecha de que la situación con este régimen no sólo no va a
mejorar, sino que seguirá en declive y es el hecho de que no se publican cifras
ni estadísticas del país, y en cambio, se presentan cifras falsas o manipuladas, lo que denota que los responsables ni siquiera desean
asumir medianamente los resultados de su gestión.
Aun así, no perdemos la esperanza de que los de mi generación veamos relanzado el país nuevamente hacia un mañana luminoso; a ver si, desde ya, somos capaces de transformar el “sálvese quien pueda” en “salve a quien pueda”.