En las últimas décadas se han profundizado inmensas crisis
en todo el mundo: crisis ética y moral, crisis política, educativa, de fe, de
valores…
No es, pues, casualidad que veamos a nuestro alrededor un
mundo que literalmente se cae a pedazos.
Afirmaba el P. Riccardo Lombardi, uno de los promotores del
Concilio Vaticano II y fundador del Movimiento «Por un Mundo Mejor»:
«Un mundo muere: en los
sufrimientos de tanta gente, en las luchas de clases y pueblos, en la
incapacidad de organizar la paz; más aún, se muere en las conciencias
insatisfechas, desorientadas, desalentadas, amargadas. Es el letargo del
espíritu, la anemia de la voluntad, la frialdad de los corazones».
«Es todo un mundo el que hay que rehacer desde sus cimientos».
«Pero ¿quién podrá inspirar
tal reconstrucción? Millones de hombres invocan un cambio de ruta y miran a la
Iglesia de Cristo como al único y válido timonel…» (11-2-1952).
Venezuela no escapa a esta dinámica perversa, pero la suya
es producto de ideologías totalitarias y negadoras de los derechos humanos
fundamentales, que han alcanzado límites inaceptables.
Por lo mismo, en su momento apoyamos la necesidad urgente para Venezuela de realizar un «Referendo Revocatorio» que permitiera destituir al
presidente de la república ESE MISMO AÑO, colo cual se abriría la posibilidad de realizar un proceso
electoral de amplio consenso para elegir democráticamente nuevas autoridades y
barrer el sistema perverso que han montado los comunistas.
No obstante, sin negar la urgencia del «Referendo Revocatorio» (RR) que el país
entero requería, también se hacía necesaria una efectiva «Renovación Espiritual» (RE), so pena de que
los cambios que pudieran lograrse quedasen como mero maquillaje. No puede darse una transformación perdurable en la vida social de un pueblo, si antes no se da una
renovación interior de cada uno de los que lo integran.
En los Juegos Olímpicos observamos
que antes de emprender cualquier prueba, el atleta realiza un ejercicio de
introspección: primero se prepara mentalmente para ella. Esta preparación
previa no sólo afecta el cuerpo físico del competidor, sino a TODA LA PERSONA:
mente, cuerpo y espíritu. Tanto más falta hará de una preparación integral para este noble
pueblo que desea vehementemente transformar por completo su insoportable actual
situación. Necesario es, no sólo tomar conciencia de que su futuro como nación
se encuentra comprometido, sino la urgencia de deslastrarse de una buena
cantidad de formas nocivas de pensar y de actuar. Porque ese camino al que ha
sido obligado a transitar durante más de 20 años, lejos de
ofrecerle esperanzas, lo conducirá cada vez más lejos de sus más caros deseos
de estabilidad y desarrollo; de paz y prosperidad.
¿Cómo puede un pueblo lograr esa preparación previa o, al
menos simultánea, para alcanzar con éxito perdurable las metas anheladas? No
existe ninguna fórmula mágica. Del mismo modo que el entrenador exige al atleta
«esfuerzo y tenacidad», así la transformación deseada sólo puede darse mediante
ese duplo.
Pero la meta que se intenta lograr no consiste sólo en llenar
estómagos vacíos, ni sólo exigir mejores condiciones de salubridad, servicio
médico y medicinas; no únicamente empleo, seguridad ciudadana y jurídica;
tampoco puramente mejoras en la economía y abastecimiento… Incluye todo eso,
pero mucho más que sólo los aspectos corporales y materiales. La ciudadanía necesita
y demanda: libertad de conciencia y de educación, libertades civiles y
políticas, que se defienda a la familia y al débil, en especial al no nacido y
al anciano; exige reconocimiento de la dignidad de la persona, respeto mutuo, libertad de pensamiento, de emprendimiento, de
expresión y de religión.
Pero, para el logro de metas
superiores, necesariamente se tendrá que «mirar al cielo». No es posible
alcanzar cimas elevadas encasillados en pensamientos mugrosos, sólo
materialistas o recluidos en el egoísmo y en la desidia. Se deberán romper los
mapas mentales individuales y colectivos que condujeron al aislamiento, a la indiferencia
y a la marginalidad.
La mirada elevada a la cual me refiero no necesariamente debe
coincidir para todos con una misma fe. Más que nada porque el auténtico cristiano
sabe que «la semilla del Verbo» está sembrada en el corazón del ser humano: al
«regarla» podrá descubrir al Amor eterno, que quiere que «todos los hombres se
salven»; incluso, desde ese Amor, pudiera llegar a encontrar «a aquél que
traspasaron».
El católico, no hace proselitismo. En los albores de la Iglesia primitiva, la gente observaba a las primeras comunidades cristianas y exclamaba maravillada «Miren cómo se aman» (Tertuliano, Apologético, 39, 7). Era la fuerza del ejemplo que producía asombro y fascinación en los demás. La belleza de la fe debe resplandecer con las buenas obras. En eso consistirá fundamentalmente el mandato de Jesucristo: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación». ¡Atraer hacia Jesucristo, modelo fiel, la mirada desencantada de la humanidad!
Para el cristiano la salvación del hombre es cosa de Dios,
de una Redención gratuita que trasciende el simple deseo humano. La gracia
salvífica de Dios llega a los individuos cristianos y no cristianos «por caminos que Él sabe» (Concilio
Vaticano II, Decreto Ad gentes, 7).
El profesor Víktor
Frankl, parafraseando a otro autor, solía recordar que todo ser humano requiere
desarrollar tres virtudes básicas: la objetividad, la audacia y el sentido de
responsabilidad («La presencia ignorada
de Dios», 1974). Simplificadamente, puede afirmarse que, de alguna manera,
son tres las etapas que necesariamente debe cumplirse para producir cambios
significativos y duraderos.
- La «objetividad», nos permite caer en cuenta de nuestra situación: el aquí y el ahora.
- La «audacia», sugiere la fuerza interior capaz de movilizarme hacia la meta que deseo.
- La «responsabilidad», constituye el valor más interior de la persona. Pudiéramos afirmar que ella cohabita con la «conciencia», sagrario interior de encuentro entre Dios y la persona. En efecto, es esta última la que (sin velos ni engaños), sugerirá el camino más acertado. Afirmaba Frankl que «lo que la conciencia le dice a uno es inequívoco». No se trata de consentir lo que más me gusta, sino lo «correcto», lo que «debe ser», porque lo que más me gusta no necesariamente va a coincidir con lo que más conviene; «lo correcto» considera no sólo el provecho particular, sino el interés colectivo.
La
respuesta del hombre al llamado que le hace su conciencia es, al mismo tiempo, un
don pero también una tarea. De la responsabilidad se deriva responder. Responder
no es lo mismo que reaccionar. La reacción es, más bien, el resultado de un acto reflejo,
inconsciente, a raíz de un estímulo inesperado. Un músculo reacciona a un
pinchazo o a una quemadura. La reacción sería, pues, una defensa propia del
sentido de supervivencia cuando el peligro es inminente. La respuesta, por el
contrario, supone conciencia, libertad, y madurez. Aunque
la reacción pudiera ser el primer paso para una respuesta, de ningún modo es
equivalente. El producto de una reacción usualmente es un resultado frugal,
aparente o cortoplacista, mientras que una respuesta, al convertirse en «proceso permanente», produce frutos duraderos.
En este
momento de la historia, más que una reacción, lo que se requiere es que la
gente dé una respuesta personal, meditada y libre. Ser responsable es
demostrar que la persona posee autonomía y se rehúse a entregar a otro las
riendas de su propio destino. El uso de la responsabilidad denota madurez y
ausencia de egoísmo.
Es interesante observar que para el psicoanálisis, el concepto
madurez está íntimamente ligado al equilibrio personal y, fundamentalmente, a
la integración de las dimensiones más profundas de la personalidad. Freud
identifica la madurez con la capacidad de amar y trabajar en libertad, o la
capacidad de resolver conflictos internos, principalmente inconscientes, que
impiden amar y paralizan o dificultan toda capacidad productiva.
En la misma línea se manifiesta su discípulo C. G. Jung
cuando describe el desarrollo de la maduración como el proceso de confrontación
con el propio inconsciente personal y el inconsciente colectivo, con el fin de
alcanzar la integración personal que aporte identidad y armonía profunda al
individuo. Jung aborda una nueva dimensión al equilibrio personal, al situarlo «en
relación», no sólo a las fuerzas inconscientes personales, sino a las de la
especie.
La transformación que precisa Venezuela exige las energías y
la firmeza de todos sus hijos. Por otra parte, cada persona debe ser consciente
de necesitar de una profunda «conversión» y, por tanto, le corresponderá esforzarse
en acometer ese proceso que lo llevará a ser mejor persona. Nadie de buena
voluntad debiera quedar al margen.
Por último, decir que es necesario el reconocimiento de las faltas y la
sincera manifestación del perdón, que son elementos de conversión permanente. Cada vez que una puerta de esperanza esté abierta para el país, se hace necesario el ejercicio de una auténtica responsabilidad. Es fundamental reconocer que en las crisis, no toda la culpa ha de ser endosada a otros. La pregunta es: ¿hemos hecho todo lo suficiente y necesario? ¿Qué más pudimos hacer para evitar el colapso actual?
Jesús invitaba a sus seguidores: «esforzaos por entrar por la puerta estrecha»
(cf. Lc 13, 24). El mensaje es también para nosotros hoy. Dos aspectos (que dejaremos para una meditación personal y
profunda), nos llaman la atención en esta invitación: 1) «esforzaos» porque nada
es gratis, salvo el don de Dios; 2) «entrar por la puerta estrecha»: el camino
correcto nunca es un sendero florido y ancho; casi siempre se presenta angosto,
difícil, escabroso...
Requerirá de nuestro mejor empeño.