miércoles, julio 17, 2019

SÓLO DIOS SATISFACE



Sin haber conocido las teorías racionalistas de Èmile Durkheim, mi padre, hombre sencillo y realista, solía decir que la religión cumplía, no sólo una función espiritual; también un importante papel social. Recuerdo que en la Venezuela de hace años, cada primer día de la semana, un popular canal de televisión recordaba al televidente: «Hoy domingo, acude a tu iglesia; sólo Dios satisface». Esta interesante y sencilla frase, coincidente con el sentir de mi padre, es cuestionada hoy por muchos. Pero no poca gente ha entendido (y la realidad así lo demuestra), que la desconexión del hombre con su Creador y con la vida, la desafección hacia las instituciones más defendidas por la religión como el matrimonio y la familia, y el abandono o renuncia de principios y valores fundamentales, tienen hondas repercusiones individuales y sociales y nefastas consecuencias.

Una religión verdadera, además de inculcar verdades fundamentales y ciertas ideas filosóficas, psicológicas y de orden práctico, defendiendo unos valores que se consideran indispensables para la estabilidad social, predica, además, el trabajo, el orden y la obediencia a la autoridad legítima, para la realización integral del individuo como persona y en beneficio y desarrollo conveniente de la colectividad.

No obstante lo sostenido por los psicólogos y los sociólogos, la religión es mucho más que las funciones psico-sociológicas y mucho más que un compendio de ideas filosóficas.

En el mensaje de Jesucristo: «El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado» (Marcos 2, 28), se puede descubrir la defensa que hace Cristo del hombre, en contra de los argumentos sectarios de fariseos, escribas y autoridades religiosas de la época. La verdadera religión no combate al hombre, no lo persigue, no lo somete, no lo denigra ni lo obliga a autodestruirse. Es respetuoso de su libertad, y por eso tampoco lava cerebros. Al contrario, una religión verdadera libera al hombre, lo une a los otros hombres en torno a la Deidad, junto a principios y valores supremos; facilita la convivencia, alienta a todos a proteger al débil y ayudar al más necesitado. Léase, por ejemplo, el primer discurso de Jesús, el Sermón del Monte, en Mateo 5, 1-41. En ese monte, el Hijo de Dios entrega una nueva Ley, que perfecciona la antigua, dada a Moisés en otro monte, el Sinaí. La antigua Ley no hace santo al hombre, lo ayuda a mantener la convivencia entre las personas y entre los pueblos. De hecho, todas las constituciones y leyes de las naciones del mundo, de alguna manera recogen y legislan sobre los Diez Mandamientos.

Las Bienaventuranzas, reseñadas en los Evangelios de Mateo (5, 1-41) y Lucas (6), aunque cada uno de ellos las presenta en forma diferente, ambos no hacen sino desarrollar un único tema: Jesucristo trae la felicidad a los que el mundo califica de desdichados, no por el sólo hecho de sufrir o de ser pobres, sino que son agradables a Dios por su actitud, disposición espiritual y forma de vida. Vale la pena leer y releer estos textos. Constituyen uno de los aspectos centrales que diferencian a los cristianos de las sectas y las falsas religiones y movimientos pseudoreligiosos.

La religión no es una válvula de escape psicosocial, ni constituye sólo un simple sistema de creencias. Una religión verdadera, la que defiende Jesús en el Discurso del Monte, propone un MODO DE VIDA. En el caso del cristianismo, no constituye una forma más de conducirse, en razón de una lista de prescripciones o Mandamientos, como lo sostenían los antiguos judíos. Esto, como ya mencionamos, también lo recogen las constituciones y leyes de muchas naciones del mundo. Es al revés: el modo de vida de un auténtico cristiano, más bien, es «la consecuencia» de un encuentro íntimo con una Persona: Jesucristo.

Últimamente observamos graves atentados contra la religión, en especial la cristiana, provocados no sólo por representantes fanáticos del mundo musulmán, también de manos de algunos ateos, gnósticos, laicistas y progres de diversa ralea, promoviendo leyes contra natura (aborto, eutanasia, uniones de personas del mismo sexo, profanaciones de lugares de culto, orden de retirar los crucifijos de las aulas, prohibición de expresiones de religiosidad externas, burlas y ataques a pastores, sacerdotes, misioneros y obispos, diversas formas de persecución física y psicológica y un sinfín de atrocidades.

Ante estos hechos deplorables, algunos se preguntarán: ¿Qué consecuencias pueden tener a corto, mediano y largo plazo estos disparatados actos? No me refiero a la respuesta directa de Dios ante ellos o, para los más aprensivos, la acción «vengativa» de Dios (como piensan algunos) por razón de los pecados de los hombres. Comencemos por decir que a Dios no lo podemos agraviar como lo hacemos con otras personas. Es verdad que Dios debe «sufrir» de alguna manera, a causa del ataque que muchas veces le infringimos a Él y a seres humanos indefensos, debido a nuestras conductas impropias o nuestras omisiones. Pero Dios es Dios y no otra criatura. Bien dice la Biblia que Dios está muy por encima de nuestras miserias, cualesquiera que sean. Encuentro esta advertencia de Eliú en el libro de Job:

«¡Mira a los cielos y ve, observa cómo las nubes son más altas que tú! Si pecas, ¿qué le causas?, si se multiplican tus ofensas, ¿qué le haces? ¿Qué le das si eres justo, o qué recibe él de tu mano? Tu maldad afecta a un hombre igual que tú, a un hijo de hombre tu justicia. Bajo la carga de la opresión se gime, se grita bajo el brazo de los grandes; mas nadie dice: «¿Dónde está Dios, mi hacedor, el que hace resonar los cantares en la noche, el que nos hace más hábiles que las bestias de la tierra, más sabios que los pájaros del cielo?» (Job, 35, 5-11).

Aunque no tomemos conciencia de ello o aunque no queramos, el Amor de Dios nos envuelve y nos sostiene. A sabiendas de las imperfecciones que exhibe «la criatura más amada por Dios», e incluso conociendo que el corazón del hombre puede albergar odios y crueldades sin límites, Él está, por así decirlo, «a merced» de su criatura de varias formas. En primer lugar, lo encontramos como un Cristo más en cada hombre, porque desde que es concebido hasta el final de sus días posee la imagen y semejanza de su Creador y, por lo tanto, provisto de una dignidad incuestionable.

Pero, además, Dios quiso quedarse con nosotros bajo las especies eucarísticas. En efecto, Cristo está presente, vivo, en cuerpo, alma y divinidad en cada trozo del pan consagrado que comulgamos y cuyo resto el sacerdote guarda celosamente en el Sagrario. Ya Jesucristo sabía a qué se exponía entregándose sacramentalmente. De modo que cuando un Sagrario es profanado o su cuerpo es recibido indignamente, no cae fuego del cielo sobre los sacrílegos, ni se abre la tierra para devorarlos. Es más, a los que así actúan, Dios espera pacientemente su arrepentimiento y la Iglesia tampoco les desea mal alguno, sino que ora por ellos, por su conversión. Recuérdese la parábola del hombre que tenía plantada una higuera en su viña y al buscar fruto por tres años consecutivos, no lo encuentra. Entonces ordena al viñador: “«Córtala; ¿para qué va a perjudicar el terreno?» Pero el viñador le respondió: «Señor, déjala por este año todavía y mientras tanto, cavaré a su alrededor y echaré abono, por si da fruto en adelante; y si no da, la cortas.»” (Lc 13, 7-9).




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