Sin haber conocido las teorías
racionalistas de Èmile Durkheim, mi padre, hombre sencillo y realista, solía
decir que la religión cumplía, no sólo una función espiritual; también un
importante papel social. Recuerdo que en la Venezuela de hace años, cada primer
día de la semana, un popular canal de televisión recordaba al televidente: «Hoy domingo, acude a tu iglesia; sólo Dios
satisface». Esta interesante y sencilla frase, coincidente con el sentir de
mi padre, es cuestionada hoy por muchos. Pero no poca gente ha entendido (y la
realidad así lo demuestra), que la desconexión
del hombre con su Creador y con la vida, la desafección hacia las instituciones
más defendidas por la religión como el matrimonio y la familia, y el abandono o
renuncia de principios y valores fundamentales, tienen hondas repercusiones
individuales y sociales y nefastas consecuencias.
Una religión verdadera,
además de inculcar verdades fundamentales y ciertas ideas filosóficas,
psicológicas y de orden práctico, defendiendo unos valores que se consideran
indispensables para la estabilidad social, predica, además, el trabajo, el
orden y la obediencia a la autoridad legítima, para la realización integral del
individuo como persona y en beneficio y desarrollo conveniente de la
colectividad.
No obstante lo sostenido
por los psicólogos y los sociólogos, la religión es mucho más que las funciones
psico-sociológicas y mucho más que un compendio de ideas filosóficas.
En el mensaje de
Jesucristo: «El sábado ha sido hecho para
el hombre, y no el hombre para el sábado» (Marcos 2, 28), se puede descubrir la defensa que hace
Cristo del hombre, en contra de los argumentos sectarios de fariseos, escribas
y autoridades religiosas de la época. La verdadera religión no combate al
hombre, no lo persigue, no lo somete, no lo denigra ni lo obliga a
autodestruirse. Es respetuoso de su libertad, y por eso tampoco lava cerebros. Al
contrario, una religión verdadera libera al hombre, lo une a los otros hombres
en torno a la Deidad, junto a principios y valores supremos; facilita la
convivencia, alienta a todos a proteger al débil y ayudar al más necesitado.
Léase, por ejemplo, el primer discurso de Jesús, el Sermón del Monte, en Mateo
5, 1-41. En ese monte, el Hijo de Dios entrega una nueva Ley, que perfecciona
la antigua, dada a Moisés en otro monte, el Sinaí. La antigua Ley no hace santo
al hombre, lo ayuda a mantener la convivencia entre las personas y entre los
pueblos. De hecho, todas las constituciones y leyes de las naciones del mundo,
de alguna manera recogen y legislan sobre los Diez Mandamientos.
Las Bienaventuranzas,
reseñadas en los Evangelios de Mateo (5, 1-41) y Lucas (6), aunque cada uno de
ellos las presenta en forma diferente, ambos no hacen sino desarrollar un único
tema: Jesucristo trae la felicidad a los que el mundo califica de desdichados,
no por el sólo hecho de sufrir o de ser pobres, sino que son agradables a Dios
por su actitud, disposición espiritual y forma de vida. Vale la pena leer y
releer estos textos. Constituyen uno de los aspectos centrales que diferencian
a los cristianos de las sectas y las falsas religiones y movimientos pseudoreligiosos.
La religión no es una válvula de escape psicosocial, ni
constituye sólo un simple sistema de creencias. Una religión verdadera, la que
defiende Jesús en el Discurso del Monte, propone un MODO DE VIDA. En el caso
del cristianismo, no constituye una forma más de conducirse, en razón de una
lista de prescripciones o Mandamientos, como lo sostenían los antiguos judíos. Esto,
como ya mencionamos, también lo recogen las constituciones y leyes de muchas
naciones del mundo. Es al revés: el modo de vida de un auténtico cristiano, más
bien, es «la consecuencia» de un
encuentro íntimo con una Persona: Jesucristo.
Últimamente observamos graves
atentados contra la religión, en especial la cristiana, provocados no sólo por
representantes fanáticos del mundo musulmán, también de manos de algunos ateos,
gnósticos, laicistas y progres de diversa ralea, promoviendo leyes contra
natura (aborto, eutanasia, uniones de personas del mismo sexo, profanaciones de
lugares de culto, orden de retirar los crucifijos de las aulas, prohibición de
expresiones de religiosidad externas, burlas y ataques a pastores, sacerdotes,
misioneros y obispos, diversas formas de persecución física y psicológica y un
sinfín de atrocidades.
Ante estos hechos deplorables, algunos se preguntarán: ¿Qué
consecuencias pueden tener a corto, mediano y largo plazo estos disparatados
actos? No me refiero a la respuesta directa de Dios ante ellos o, para los más aprensivos,
la acción «vengativa» de Dios (como piensan algunos) por razón de los pecados
de los hombres. Comencemos por decir que a Dios no lo podemos agraviar como lo
hacemos con otras personas. Es verdad que Dios debe «sufrir» de alguna manera,
a causa del ataque que muchas veces le infringimos a Él y a seres humanos indefensos,
debido a nuestras conductas impropias o nuestras omisiones. Pero Dios es Dios y
no otra criatura. Bien dice la Biblia que Dios está muy por encima de nuestras
miserias, cualesquiera que sean. Encuentro esta advertencia de Eliú en el libro
de Job:
«¡Mira a los cielos y ve, observa
cómo las nubes son más altas que tú! Si pecas, ¿qué le causas?, si se
multiplican tus ofensas, ¿qué le haces? ¿Qué le das si eres justo, o qué recibe
él de tu mano? Tu maldad afecta a un hombre igual que tú, a un hijo de hombre
tu justicia. Bajo la carga de la opresión se gime, se grita bajo el brazo de
los grandes; mas nadie dice: «¿Dónde está Dios, mi hacedor, el que hace resonar
los cantares en la noche, el que nos hace más hábiles que las bestias de la
tierra, más sabios que los pájaros del cielo?» (Job, 35, 5-11).
Aunque
no tomemos conciencia de ello o aunque no queramos, el Amor de Dios nos
envuelve y nos sostiene. A sabiendas de las imperfecciones que exhibe «la
criatura más amada por Dios», e incluso conociendo que el corazón del hombre
puede albergar odios y crueldades sin límites, Él está, por así decirlo, «a
merced» de su criatura de varias formas. En primer lugar, lo encontramos como
un Cristo más en cada hombre, porque desde que es concebido hasta el final de
sus días posee la imagen y semejanza de su Creador y, por lo tanto, provisto de
una dignidad incuestionable.
Pero, además, Dios quiso
quedarse con nosotros bajo las especies eucarísticas. En efecto, Cristo está
presente, vivo, en cuerpo, alma y divinidad en cada trozo del pan consagrado
que comulgamos y cuyo resto el sacerdote guarda celosamente en el Sagrario. Ya
Jesucristo sabía a qué se exponía entregándose sacramentalmente. De modo que
cuando un Sagrario es profanado o su cuerpo es recibido indignamente, no cae
fuego del cielo sobre los sacrílegos, ni se abre la tierra para devorarlos. Es
más, a los que así actúan, Dios espera pacientemente su arrepentimiento y la
Iglesia tampoco les desea mal alguno, sino que ora por ellos, por su
conversión. Recuérdese la parábola del hombre que tenía plantada una higuera en
su viña y al buscar fruto por tres años consecutivos, no lo encuentra. Entonces
ordena al viñador: “«Córtala; ¿para qué va a perjudicar el terreno?» Pero el
viñador le respondió: «Señor, déjala por este año todavía y mientras tanto,
cavaré a su alrededor y echaré abono, por si da fruto en adelante; y si no da,
la cortas.»” (Lc 13, 7-9).
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