miércoles, julio 17, 2019

«RR», PERO TAMBIÉN «RE»



En las últimas décadas se han profundizado inmensas crisis en todo el mundo: crisis ética y moral, crisis política, educativa, de fe, de valores…

No es, pues, casualidad que veamos a nuestro alrededor un mundo que literalmente se cae a pedazos.
Afirmaba el P. Riccardo Lombardi, uno de los promotores del Concilio Vaticano II y fundador del Movimiento «Por un Mundo Mejor»:

«Un mundo muere: en los sufrimientos de tanta gente, en las luchas de clases y pueblos, en la incapacidad de organizar la paz; más aún, se muere en las conciencias insatisfechas, desorientadas, desalentadas, amargadas. Es el letargo del espíritu, la anemia de la voluntad, la frialdad de los corazones».
«Es todo un mundo el que hay que rehacer desde sus cimientos».
«Pero ¿quién podrá inspirar tal reconstrucción? Millones de hombres invocan un cambio de ruta y miran a la Iglesia de Cristo como al único y válido timonel…» (11-2-1952).


Venezuela no escapa a esta dinámica perversa, pero la suya es producto de ideologías totalitarias y negadoras de los derechos humanos fundamentales, que han alcanzado límites inaceptables.
Por lo mismo, en su momento apoyamos la necesidad urgente para Venezuela de realizar un «Referendo Revocatorio» que permitiera destituir al presidente de la república ESE MISMO AÑO, colo cual se abriría la posibilidad de realizar un proceso electoral de amplio consenso para elegir democráticamente nuevas autoridades y barrer el sistema perverso que han montado los comunistas.

No obstante, sin negar la urgencia del «Referendo Revocatorio» (RR) que el país entero requería, también se hacía necesaria una efectiva «Renovación Espiritual» (RE), so pena de que los cambios que pudieran lograrse quedasen como mero maquillaje. No puede darse una transformación perdurable en la vida social de un pueblo, si antes no se da una renovación interior de cada uno de los que lo integran.

En los Juegos Olímpicos observamos que antes de emprender cualquier prueba, el atleta realiza un ejercicio de introspección: primero se prepara mentalmente para ella. Esta preparación previa no sólo afecta el cuerpo físico del competidor, sino a TODA LA PERSONA: mente, cuerpo y espíritu. Tanto más falta hará de una preparación integral para este noble pueblo que desea vehementemente transformar por completo su insoportable actual situación. Necesario es, no sólo tomar conciencia de que su futuro como nación se encuentra comprometido, sino la urgencia de deslastrarse de una buena cantidad de formas nocivas de pensar y de actuar. Porque ese camino al que ha sido obligado a transitar durante más de 20 años, lejos de ofrecerle esperanzas, lo conducirá cada vez más lejos de sus más caros deseos de estabilidad y desarrollo; de paz y prosperidad.


¿Cómo puede un pueblo lograr esa preparación previa o, al menos simultánea, para alcanzar con éxito perdurable las metas anheladas? No existe ninguna fórmula mágica. Del mismo modo que el entrenador exige al atleta «esfuerzo y tenacidad», así la transformación deseada sólo puede darse mediante ese duplo.


Pero la meta que se intenta lograr no consiste sólo en llenar estómagos vacíos, ni sólo exigir mejores condiciones de salubridad, servicio médico y medicinas; no únicamente empleo, seguridad ciudadana y jurídica; tampoco puramente mejoras en la economía y abastecimiento… Incluye todo eso, pero mucho más que sólo los aspectos corporales y materiales. La ciudadanía necesita y demanda: libertad de conciencia y de educación, libertades civiles y políticas, que se defienda a la familia y al débil, en especial al no nacido y al anciano; exige reconocimiento de la dignidad de la persona, respeto mutuo, libertad de pensamiento, de emprendimiento, de expresión y de religión.

Pero, para el logro de metas superiores, necesariamente se tendrá que «mirar al cielo». No es posible alcanzar cimas elevadas encasillados en pensamientos mugrosos, sólo materialistas o recluidos en el egoísmo y en la desidia. Se deberán romper los mapas mentales individuales y colectivos que condujeron al aislamiento, a la indiferencia y a la marginalidad.


La mirada elevada a la cual me refiero no necesariamente debe coincidir para todos con una misma fe. Más que nada porque el auténtico cristiano sabe que «la semilla del Verbo» está sembrada en el corazón del ser humano: al «regarla» podrá descubrir al Amor eterno, que quiere que «todos los hombres se salven»; incluso, desde ese Amor, pudiera llegar a encontrar «a aquél que traspasaron».

El católico, no hace proselitismo. En los albores de la Iglesia primitiva, la gente observaba a las primeras comunidades cristianas y exclamaba maravillada «Miren cómo se aman» (Tertuliano, Apologético, 39, 7). Era la fuerza del ejemplo que producía asombro y fascinación en los demás. La belleza de la fe debe resplandecer con las buenas obras. En eso consistirá fundamentalmente el mandato de Jesucristo: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación». ¡Atraer hacia Jesucristo, modelo fiel, la mirada desencantada de la humanidad!

Para el cristiano la salvación del hombre es cosa de Dios, de una Redención gratuita que trasciende el simple deseo humano. La gracia salvífica de Dios llega a los individuos cristianos y no cristianos «por caminos que Él sabe» (Concilio Vaticano II, Decreto Ad gentes, 7).


El profesor Víktor Frankl, parafraseando a otro autor, solía recordar que todo ser humano requiere desarrollar tres virtudes básicas: la objetividad, la audacia y el sentido de responsabilidad («La presencia ignorada de Dios», 1974). Simplificadamente, puede afirmarse que, de alguna manera, son tres las etapas que necesariamente debe cumplirse para producir cambios significativos y duraderos.

  • La «objetividad», nos permite caer en cuenta de nuestra situación: el aquí y el ahora.
  • La «audacia», sugiere la fuerza interior capaz de movilizarme hacia la meta que deseo.
  • La «responsabilidad», constituye el valor más interior de la persona. Pudiéramos afirmar que ella cohabita con la «conciencia», sagrario interior de encuentro entre Dios y la persona. En efecto, es esta última la que (sin velos ni engaños), sugerirá el camino más acertado. Afirmaba Frankl que «lo que la conciencia le dice a uno es inequívoco». No se trata de consentir lo que más me gusta, sino lo «correcto», lo que «debe ser», porque lo que más me gusta no necesariamente va a coincidir con lo que más conviene; «lo correcto» considera no sólo el provecho particular, sino el interés colectivo.

La respuesta del hombre al llamado que le hace su conciencia es, al mismo tiempo, un don pero también una tarea. De la responsabilidad se deriva responder. Responder no es lo mismo que reaccionar. La reacción es, más bien, el resultado de un acto reflejo, inconsciente, a raíz de un estímulo inesperado. Un músculo reacciona a un pinchazo o a una quemadura. La reacción sería, pues, una defensa propia del sentido de supervivencia cuando el peligro es inminente. La respuesta, por el contrario, supone conciencia, libertad, y madurez. Aunque la reacción pudiera ser el primer paso para una respuesta, de ningún modo es equivalente. El producto de una reacción usualmente es un resultado frugal, aparente o cortoplacista, mientras que una respuesta, al convertirse en «proceso permanente», produce frutos duraderos.

En este momento de la historia, más que una reacción, lo que se requiere es que la gente dé una respuesta personal, meditada y libre. Ser responsable es demostrar que la persona posee autonomía y se rehúse a entregar a otro las riendas de su propio destino. El uso de la responsabilidad denota madurez y ausencia de egoísmo.

Es interesante observar que para el psicoanálisis, el concepto madurez está íntimamente ligado al equilibrio personal y, fundamentalmente, a la integración de las dimensiones más profundas de la personalidad. Freud identifica la madurez con la capacidad de amar y trabajar en libertad, o la capacidad de resolver conflictos internos, principalmente inconscientes, que impiden amar y paralizan o dificultan toda capacidad productiva.

En la misma línea se manifiesta su discípulo C. G. Jung cuando describe el desarrollo de la maduración como el proceso de confrontación con el propio inconsciente personal y el inconsciente colectivo, con el fin de alcanzar la integración personal que aporte identidad y armonía profunda al individuo. Jung aborda una nueva dimensión al equilibrio personal, al situarlo «en relación», no sólo a las fuerzas inconscientes personales, sino a las de la especie.

La transformación que precisa Venezuela exige las energías y la firmeza de todos sus hijos. Por otra parte, cada persona debe ser consciente de necesitar de una profunda «conversión» y, por tanto, le corresponderá esforzarse en acometer ese proceso que lo llevará a ser mejor persona. Nadie de buena voluntad debiera quedar al margen.

Por último, decir que es necesario el reconocimiento de las faltas y la sincera manifestación del perdón, que son elementos de conversión permanente. Cada vez que una puerta de esperanza esté abierta para el país, se hace necesario el ejercicio de una auténtica responsabilidad. Es fundamental reconocer que en las crisis, no toda la culpa ha de ser endosada a otros. La pregunta es: ¿hemos hecho todo lo suficiente y necesario? ¿Qué más pudimos hacer para evitar el colapso actual?

Jesús invitaba a sus seguidores: «esforzaos por entrar por la puerta estrecha» (cf. Lc 13, 24). El mensaje es también para nosotros hoy. Dos aspectos (que dejaremos para una meditación personal y profunda), nos llaman la atención en esta invitación: 1) «esforzaos» porque nada es gratis, salvo el don de Dios; 2) «entrar por la puerta estrecha»: el camino correcto nunca es un sendero florido y ancho; casi siempre se presenta angosto, difícil, escabroso... 

Requerirá de nuestro mejor empeño.



SÓLO DIOS SATISFACE



Sin haber conocido las teorías racionalistas de Èmile Durkheim, mi padre, hombre sencillo y realista, solía decir que la religión cumplía, no sólo una función espiritual; también un importante papel social. Recuerdo que en la Venezuela de hace años, cada primer día de la semana, un popular canal de televisión recordaba al televidente: «Hoy domingo, acude a tu iglesia; sólo Dios satisface». Esta interesante y sencilla frase, coincidente con el sentir de mi padre, es cuestionada hoy por muchos. Pero no poca gente ha entendido (y la realidad así lo demuestra), que la desconexión del hombre con su Creador y con la vida, la desafección hacia las instituciones más defendidas por la religión como el matrimonio y la familia, y el abandono o renuncia de principios y valores fundamentales, tienen hondas repercusiones individuales y sociales y nefastas consecuencias.

Una religión verdadera, además de inculcar verdades fundamentales y ciertas ideas filosóficas, psicológicas y de orden práctico, defendiendo unos valores que se consideran indispensables para la estabilidad social, predica, además, el trabajo, el orden y la obediencia a la autoridad legítima, para la realización integral del individuo como persona y en beneficio y desarrollo conveniente de la colectividad.

No obstante lo sostenido por los psicólogos y los sociólogos, la religión es mucho más que las funciones psico-sociológicas y mucho más que un compendio de ideas filosóficas.

En el mensaje de Jesucristo: «El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado» (Marcos 2, 28), se puede descubrir la defensa que hace Cristo del hombre, en contra de los argumentos sectarios de fariseos, escribas y autoridades religiosas de la época. La verdadera religión no combate al hombre, no lo persigue, no lo somete, no lo denigra ni lo obliga a autodestruirse. Es respetuoso de su libertad, y por eso tampoco lava cerebros. Al contrario, una religión verdadera libera al hombre, lo une a los otros hombres en torno a la Deidad, junto a principios y valores supremos; facilita la convivencia, alienta a todos a proteger al débil y ayudar al más necesitado. Léase, por ejemplo, el primer discurso de Jesús, el Sermón del Monte, en Mateo 5, 1-41. En ese monte, el Hijo de Dios entrega una nueva Ley, que perfecciona la antigua, dada a Moisés en otro monte, el Sinaí. La antigua Ley no hace santo al hombre, lo ayuda a mantener la convivencia entre las personas y entre los pueblos. De hecho, todas las constituciones y leyes de las naciones del mundo, de alguna manera recogen y legislan sobre los Diez Mandamientos.

Las Bienaventuranzas, reseñadas en los Evangelios de Mateo (5, 1-41) y Lucas (6), aunque cada uno de ellos las presenta en forma diferente, ambos no hacen sino desarrollar un único tema: Jesucristo trae la felicidad a los que el mundo califica de desdichados, no por el sólo hecho de sufrir o de ser pobres, sino que son agradables a Dios por su actitud, disposición espiritual y forma de vida. Vale la pena leer y releer estos textos. Constituyen uno de los aspectos centrales que diferencian a los cristianos de las sectas y las falsas religiones y movimientos pseudoreligiosos.

La religión no es una válvula de escape psicosocial, ni constituye sólo un simple sistema de creencias. Una religión verdadera, la que defiende Jesús en el Discurso del Monte, propone un MODO DE VIDA. En el caso del cristianismo, no constituye una forma más de conducirse, en razón de una lista de prescripciones o Mandamientos, como lo sostenían los antiguos judíos. Esto, como ya mencionamos, también lo recogen las constituciones y leyes de muchas naciones del mundo. Es al revés: el modo de vida de un auténtico cristiano, más bien, es «la consecuencia» de un encuentro íntimo con una Persona: Jesucristo.

Últimamente observamos graves atentados contra la religión, en especial la cristiana, provocados no sólo por representantes fanáticos del mundo musulmán, también de manos de algunos ateos, gnósticos, laicistas y progres de diversa ralea, promoviendo leyes contra natura (aborto, eutanasia, uniones de personas del mismo sexo, profanaciones de lugares de culto, orden de retirar los crucifijos de las aulas, prohibición de expresiones de religiosidad externas, burlas y ataques a pastores, sacerdotes, misioneros y obispos, diversas formas de persecución física y psicológica y un sinfín de atrocidades.

Ante estos hechos deplorables, algunos se preguntarán: ¿Qué consecuencias pueden tener a corto, mediano y largo plazo estos disparatados actos? No me refiero a la respuesta directa de Dios ante ellos o, para los más aprensivos, la acción «vengativa» de Dios (como piensan algunos) por razón de los pecados de los hombres. Comencemos por decir que a Dios no lo podemos agraviar como lo hacemos con otras personas. Es verdad que Dios debe «sufrir» de alguna manera, a causa del ataque que muchas veces le infringimos a Él y a seres humanos indefensos, debido a nuestras conductas impropias o nuestras omisiones. Pero Dios es Dios y no otra criatura. Bien dice la Biblia que Dios está muy por encima de nuestras miserias, cualesquiera que sean. Encuentro esta advertencia de Eliú en el libro de Job:

«¡Mira a los cielos y ve, observa cómo las nubes son más altas que tú! Si pecas, ¿qué le causas?, si se multiplican tus ofensas, ¿qué le haces? ¿Qué le das si eres justo, o qué recibe él de tu mano? Tu maldad afecta a un hombre igual que tú, a un hijo de hombre tu justicia. Bajo la carga de la opresión se gime, se grita bajo el brazo de los grandes; mas nadie dice: «¿Dónde está Dios, mi hacedor, el que hace resonar los cantares en la noche, el que nos hace más hábiles que las bestias de la tierra, más sabios que los pájaros del cielo?» (Job, 35, 5-11).

Aunque no tomemos conciencia de ello o aunque no queramos, el Amor de Dios nos envuelve y nos sostiene. A sabiendas de las imperfecciones que exhibe «la criatura más amada por Dios», e incluso conociendo que el corazón del hombre puede albergar odios y crueldades sin límites, Él está, por así decirlo, «a merced» de su criatura de varias formas. En primer lugar, lo encontramos como un Cristo más en cada hombre, porque desde que es concebido hasta el final de sus días posee la imagen y semejanza de su Creador y, por lo tanto, provisto de una dignidad incuestionable.

Pero, además, Dios quiso quedarse con nosotros bajo las especies eucarísticas. En efecto, Cristo está presente, vivo, en cuerpo, alma y divinidad en cada trozo del pan consagrado que comulgamos y cuyo resto el sacerdote guarda celosamente en el Sagrario. Ya Jesucristo sabía a qué se exponía entregándose sacramentalmente. De modo que cuando un Sagrario es profanado o su cuerpo es recibido indignamente, no cae fuego del cielo sobre los sacrílegos, ni se abre la tierra para devorarlos. Es más, a los que así actúan, Dios espera pacientemente su arrepentimiento y la Iglesia tampoco les desea mal alguno, sino que ora por ellos, por su conversión. Recuérdese la parábola del hombre que tenía plantada una higuera en su viña y al buscar fruto por tres años consecutivos, no lo encuentra. Entonces ordena al viñador: “«Córtala; ¿para qué va a perjudicar el terreno?» Pero el viñador le respondió: «Señor, déjala por este año todavía y mientras tanto, cavaré a su alrededor y echaré abono, por si da fruto en adelante; y si no da, la cortas.»” (Lc 13, 7-9).