lunes, julio 18, 2011

Por una bicicleta y una Misa de difuntos



En cierta ocasión, un señor viudo, ya mayor por cierto, me decía que él no se acercaba a Misa porque dejó de creer en los curas. Su “falta de fe” ─entre otras cosas, decía él─ tenía origen en la decepción que sufrió cuando el celebrante nombró también a otros difuntos en la misa que “él había mandado hacer” sólo para su mujer.

En otra oportunidad, durante uno de los encuentros de catequesis con padres de niños de Primera Comunión, un papá expresaba que su alejamiento de la Iglesia se inició cuando se preparaba para recibir por vez primera el sacramento eucarístico, porque quien impartía la catequesis “le había ofrecido una bicicleta” si concluía la etapa de preparación.

Los asistentes oímos el relato con asombro y no faltó quien soltara una contenida carcajada o quien comentara con sorna lo referido por el parroquiano.

A pesar de lo jocoso que pueden parecer estos testimonios, son muy serios. Relatos como estos se dan como excusa para saltar los más elementales compromisos bautismales. Resulta triste pensar que el fundamento religioso de tantos cristianos sea tan superficial y paupérrimo. Algunos la denominan “infantiloide” porque, aunque se ha sembrado alguna que otra buena semilla, no han crecido por diversos motivos. A estas personas cualquier contrariedad en la vida, por irrelevante que fuera, le ocasiona decepción y resquemor.

Experiencias como éstas invitan a la reflexión y cuestionan la falta de profundidad en formación y convicciones religiosas de algunos cristianos. Más que nada, de lo último, porque no es necesario poseer un conocimiento teológico amplio para gozar de una fe adulta. En efecto, en la Iglesia naciente, la comunidad sabía lo esencial de la doctrina, el “kerigma”, es decir, los artículos compendiados en el Credo apostólico. Y, sin embargo, demostraban una actitud de fe, esperanza y caridad que asombraban a quienes los veían. La gente de entonces, contemplando a esos cristianos, se preguntaba: ¿Quiénes son? ¿Por qué son así? ¿Qué los hace diferentes?

Los bautizados debiéramos acercarnos más a la Fuente: Cristo, muerto y resucitado, el Redentor del hombre. Sin temor. ¡No tengáis miedo! -decía Juan Pablo II, de grata recordación. Hace falta que constituyamos una Iglesia que acompañe, no sólo a los demás fieles; también ─y muy especialmente─ a los alejados, muchas veces “decepcionados”, a aquéllos que, con o sin motivos, no han tenido la ocasión de experimentar el Amor de los amores, ni de comprender mejor que la promesa del Reino no se rige por normas comerciales, de compra-venta, ni es el alcance de un objeto temporal cualquiera, o de un juego de trueque con Dios, de obras por dones, y ni siquiera de consuelo psicológico, aunque, en ocasiones, se logre también esto último.

Se trata de construir una Iglesia en misión permanente, donde los bautizados den “razones para esperar” y actuar (cf. 1Pe 3, 15). Una Iglesia que responda a los perennes interrogantes sobre el sentido de la vida presente y futura y la mutua relación de ambas, que comprenda el mundo en que vivimos, sus esperanzas, sus aspiraciones y el sesgo dramático que con frecuencia le caracteriza (cf. GS, 4).

Y esto no lo podemos dejar sólo en manos de curas y monjas. Todos los cristianos estamos llamados a comprometernos en este sentido; de ir creciendo y madurando, para sí mismos y para los demás, cada uno según sus posibilidades.

Quienes tenemos la ocasión de encontrar en el camino de la vida a gente decepcionada “por la promesa de una bicicleta” o por no contar con una Misa a la medida de sus gustos, le pedimos perdón al Señor, ya que con nuestra pobre o ninguna actuación, hemos sido incapaces de llegar al corazón de estas personas, fundamentalmente porque nos falta transparentar a Cristo en nuestras vidas.

(Última corrección: 18-07-2011)

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