lunes, julio 18, 2011

El hecho inacabado de la creación en Teilhard de Chardin


«Dios mío,... eres Tú quien está en el origen del impulso, y en el término de esa atracción,... Y eres Tú también quien vivifica para mí, con tu omnipresencia (mucho mejor que lo hace mi espíritu por la Materia que él anima), las miríadas de influencias de que en todo instante soy objeto.  En la vida que brota en mí, en esa Materia que me sostiene, hallo algo todavía mejor que tus dones: te hallo a Ti mismo; a Ti que me haces participar de tu Ser y que me moldeas.

En verdad, en la regulación y la modulación iniciales de mi fuerza vital, en el juego favorablemente continuo de las causas segundas, toco, lo más cerca posible, las dos caras de tu acción creadora; me encuentro con tus dos maravillosas manos y las beso: la mano que aprehende tan profundamente que llega a confundirse en nosotros con las fuentes de la Vida, y la que abraza tan ampliamente que a su menor presión los resortes todos del Universo se pliegan armoniosamente a un tiempo.»

(Pierre Teilhard de Chardin, El Medio Divino)

Es evidente que nuestro mundo pertenece a un universo en constante evolución. La Tierra existe desde hace más de cuatro mil quinientos millones de años y la aparición de la vida en ella se sitúa entre dos mil quinientos y tres mil millones de años atrás, fecha que coincide con la edad de las rocas más viejas de la corteza terrestre.

Partiendo de todos los resultados aportados por las diversas ciencias, especialmente por la paleontología bioquímica, se ha establecido que la vida surgió de la materia por un proceso de evolución «espontánea» a partir de un caldo de proteínas.
Mediante una serie de argumentos, sólidamente fundamentados en las ciencias y vislumbrados previamente por su profunda fe, el padre Pierre Teilhard de Chardin tuvo el gran mérito de percibir de una manera distinta el cosmos y de descubrir la importancia fundamental del concepto de evolución en la comprensión del sentido del hombre en el universo.

En cierto momento de este proceso evolutivo «aparece» el hombre como depositario de un elemento no presente en ninguna otra criatura: el espíritu. Y, como consecuencia, «todo el universo dio un salto gigantesco hacia adelante».
En el hombre, ese avance (o «salto cualitativo» como lo denominan algunos autores), fue el comienzo de un movimiento que se prolongaría en el tiempo y se mantendrá mientras exista la criatura amada por Dios: el hombre.

En efecto, la persona humana es, al mismo tiempo, un ser corporal y espiritual. El espíritu y la materia humanas forman una única naturaleza. Esta unidad es tan profunda que, gracias al principio espiritual, que es el alma, el cuerpo, que es material, se hace humano y viviente, y participa de la dignidad de la imagen de Dios.

Santo Tomás de Aquino dice, citando a Aristóteles, que el ser humano es comparable al horizonte, porque en él parece que se tocan el cielo y la tierra, lo terreno y lo espiritual. Es una creatura que representa un punto de contacto entre el espíritu y la materia, entre la naturaleza angélica y la naturaleza animal. Es una materia espiritualizada. Es, de alguna manera, un ser híbrido y también un compendio de todos los niveles de la creación. Y por lo tanto es una síntesis de la creación.

Para Teilhard de Chardin, no tiene objeto hablar de espíritu y materia; a sus ojos hay «espíritu-materia»: materia en proceso de espiritualización y viceversa.
La evolución, por tanto, se asocia con la idea de transformación o tendencia hacia otro estado. En el orden teilhardiano significa la unificación de la materia alrededor de un centro que revela, crea y se crea a sí mismo.
Sin entrar en especulaciones de las teorías del P. Teilhard, bástenos mencionar aquí que el desaparecido místico de la materia calificó a este tipo de fenómeno evolutivo con el nombre de «cosmogénesis», es decir, una tendencia particular de todo lo creado hacia un «Centro de Progreso».



Por esta acción, las formas «superiores» evolucionan (se orientan, se «complejifican» y toman «conciencia») a partir de las formas «inferiores». En esta tendencia dirigida hacia el Progreso siempre se alcanza una meta «hacia adelante», a pesar de los reveses que a veces se producen.
Es un misterio para el hombre el saber que sólo él ha sido objeto del «salto cualitativo» que le da una superioridad cualificada en la escala evolutiva de las criaturas vivas.

Con el poder que experimenta desde lo más profundo de su conciencia, el ser humano sabe que vive en un cosmos «cuantificado» y «orientado» hacia su Creador. Pero ello, según el padre Teilhard, se lleva a cabo bajo la técnica de buscar «a tientas»; algo así como actuar bajo el ciego influjo de la fe.

La búsqueda «a tientas» es una especie de azar dirigido, «que lo penetra todo y lo prueba todo para encontrarlo todo». Es la Gracia que todo lo plena ­–es el Medio Divino-, sólo a la espera de ser recibida para crecer cual semilla...
De una fe que se origina en el Amor de una «conciencia superior».


Encontramos aquí al hombre como «punta de lanza» de la evolución que, al mismo tiempo que descubre angustiado su finitud, encuentra esperanza en la dirección que le ha trazado el Creador. Está en él, no cambiar el sentido de la dirección del Progreso, sino colaborar con esa Fuerza a fin de precipitar la culminación del Reino en el tiempo más corto posible. De hecho, una forma particular de definir el pecado se explica desde esa perspectiva.
En este cosmos encontramos a Dios que actúa como principio animador de la individualidad y de la totalidad. El mundo no sólo no es un mundo acabado y estático, como lo sostenía Platón en la antigüedad. De ser así, nuestro Dios se ubicaría fuera de él, distanciado. Por el contrario, el nuestro es un mundo en continua creación, en el cual Dios se encuentra actuando permanentemente, para dirigirlo y completarlo todo en un punto convergente, que no puede ser otro que el Cristo Total (punto Omega).

En ese esquema, Cristo debe ser «ampliado» y «explicitado» de modo conveniente y no «encasillado» bajo una representación particular, amoldada a un interés personal y fútil. Sólo así puede ser entendido un Cristo sobrenaturalizado -resucitado y resucitador- y principio «ultrahumanizador» de la evolución. Es el Cristo que los cristianos debemos mostrar.
Cristo se presenta en la historia como el ser en el cual todo cuanto existe encuentra su significado. Él inicia el principio y culmina el fin. En expresión de san Juan, Cristo es Alfa y Omega, puntos desde los cuales Dios ha trazado la línea recta en la cual avanzan el destino y el progreso humanos. Cristo es el sentido de toda esta evolución, y Él mismo es el eje que la soporta. Al tener la certeza de sabernos amados «con un amor auténtico, creceremos de todas maneras hacia Aquél que es la cabeza, Cristo» (Ef 4,15).

Ese es el sentido de la exclamación «por Cristo, con Él y en Él», repetida en las eucaristías que se celebran en todo el mundo miles de veces diariamente.
San Pablo lo expresó así en el Areópago de Atenas, delante de filósofos, epicúreos y estoicos: «en Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17, 28). Para Pablo, Cristo es la Plenitud y no duda en expresarlo bellamente con estas palabras: «Dios, pues, colocó todo bajo los pies de Cristo y lo puso más arriba que todo» (Ef 1, 22). El santo de Tarso cuando se refiere a que Dios colocó «todo» a los pies de Cristo quiere decir que «no se hace ninguna excepción». Sin embargo, algunos se preguntan (junto con el autor de la carta a los hebreos): cómo, entonces, entender la contradicción: «Es verdad que por el momento no se ha verificado esto de: ‘todo le está sometido’» (Heb 2, 8).
Realmente no existe contradicción alguna; es que, sin poder optar, todos los hombres estamos sometidos al tiempo. El tiempo nos ha sido dado para alcanzar la plenitud que ya existe, y que ya es una realidad concreta en Cristo glorificado, pero que no ha tenido cumplimiento aún para nosotros, para la dimensión temporal en la cual existimos.
En efecto, el Reino está por realizarse. Se inició con la creación del hombre, y con Jesús de Nazaret fue corregido el camino, desviado con Adán y Eva. Aunque sólo alcanzará su plenitud cuando todo se haya unido a Él.
Nos conviene, entonces, alcanzar esta situación, llegar al Cristo Total. Por eso, los cristianos repetimos sin cesar con el apóstol Juan: «Ven, Señor Jesús» (Apoc 22, 20).
También Juan Pablo II, de grata memoria, nos recuerda en la encíclica Redemptor Hominis, que la creación es un hecho acabado sólo en el misterio de la Redención, donde Cristo corona la creación entera, no como accesorio sino como realidad necesaria.

Ante verdad tan contundente, nuestra frágil condición es alentada a cantar agradecidos con el salmista:

¡Oh Señor, nuestro Dios,
qué glorioso es tu Nombre por la tierra!...

Al ver tus cielos, obra de tus dedos,
la luna y las estrellas que fijaste,
¿quién es el hombre, que te acuerdas de él,
el hijo de Adán para que de él cuides?

Apenas inferior a un dios lo hiciste,
coronándolo de gloria y de grandeza; 
le entregaste las obras de tus manos,
bajo sus pies has puesto cuanto existe...

¡Oh Señor, nuestro Dios,
qué glorioso es tu Nombre por la tierra!...

(del Salmo 8)


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