lunes, julio 11, 2011

La bendición: una visión desde la Antigua Alianza

Introducción


Bendecir viene del latín benedicere, que significa hablar bien, alabar, ensalzar o desear todo lo mejor a alguien. Así pues, la bendición es la acción y el efecto de bendecir.
La bendición siempre parte de Dios, quien es la fuente de todo bien, de toda bendición, por lo que constituye un acto divino que da vida. De allí nace su sentido eminentemente religioso.
El hombre puede bendecir a Dios, a otros hombres, a otros seres de la creación e, incluso, a situaciones y objetos. Pero, dado que toda bendición proviene de Dios, cuando el hombre bendice se convierte en mediador de la bendición que Dios concede. De hecho, bendecir a alguien o a algo significa invocar la protección divina a favor de una persona, de una cosa o de una situación.
Cuando el hombre bendice a Dios, elevando su pensamiento al creador, éste a su vez derrama su gracia, no sólo en beneficio del orante sino a favor de todos los hombres y de toda la creación. Esa gracia, esa bendición, que desciende de Dios a través del hombre constituye una dispensación del favor divino y suele ser pronunciada por un hombre, en su condición de profeta, sacerdote y rey. Es el gran misterio de la oración.


Dios bendice su obra

Desde el comienzo y hasta la consumación de los tiempos, toda obra de Dios es bendición. Desde el poema litúrgico de la creación, los autores bíblicos inspirados anuncian la bondad de Dios que se expresa en el cosmos como una inmensa bendición de Dios (cf. Catecismo de la Iglesia Católica 1078, 1079).
Dios bendice las aguas, las especies marinas y todas las aves, y las manda a crecer y a multiplicarse (Gén 1, 22). Al final de cada día del proceso de creación y hasta el quinto día, sin haber creado aún al hombre, Dios echa una mirada a su obra y ve que era buena (Gén 1, 25).
Al sexto día crea al hombre, varón y mujer, después de lo cual Dios lo bendijo (Gén 1, 28) y consideró que todo cuanto había hecho era muy bueno (Gén 1, 31).
La expresión muy bueno, quiere denotar que la creación, con el hombre en ella, tiene una calificación superior a la creación sin el hombre. El hombre es la “única criatura a la que Dios ama por sí misma”, por lo que es: su propia imagen y semejanza.
El primero que bendice es Dios. Bendice toda la obra salida de sus manos, incluyendo el “día del Señor” que Él mismo santificó (cf. Gén 2, 3).

La alianza con Noé y con todos los seres animados renueva esta bendición de fecundidad, a pesar del pecado del hombre que rechaza el amor de Dios (cf. Gén 9, 1).
Pero es a partir de Abraham (Gén 12, 2) cuando la bendición divina penetra en la historia humana por la fe del “padre de los creyentes”, quien acoge la bendición, con lo cual se inaugura la historia de la salvación.

La bendición acompaña al pueblo elegido

El fin último de las bendiciones es siempre el hombre. De ahí que ellas se manifiesten en el Antigua Alianza en acontecimientos históricos maravillosos y salvadores: el nacimiento de Isaac, la salida de Egipto (Pascua y Éxodo), el don de la Tierra prometida y la elección de David, la presencia de Dios en el Templo, el exilio purificador y el retorno de un pequeño resto.
La Ley, los Profetas y los Salmos tejen la Liturgia del Pueblo elegido y recuerdan, a la vez, estas bendiciones salvíficas. El pueblo, por su parte, responde a ellas con las bendiciones de alabanza y de acción de gracias (los Salmos).

El hombre fue creado para bendecir

La imagen y semejanza a Dios concedida al hombre por su creador lo hace capaz de amar, lo cual implica que es, al mismo tiempo, sujeto y mensajero de bendiciones. Por eso, el hombre está llamado a bendecir y amar a las criaturas que lo acompañan en la creación, pero especialmente, está llamado a bendecir y amar a sus semejantes porque son imagen de Dios.
En la narración del libro del Génesis, el varón y la mujer se admiran, se enamoran y se aman cuando “se miran” y se reconocen. Así, Adán mirando a Eva, reconoce la semejanza que encuentra en ella exclamando el halago antidiluviano: Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne (Gén 2, 23), expresión que constituyó una auténtica bendición de agradecimiento a Dios por haberle dado compañía “adecuada”, pero al mismo tiempo, de sentida admiración esponsal del varón hacia la mujer.
Esa bendición proviene de un amor que es profunda relación y pertenencia mutua, porque la imagen y semejanza a su creador hace al hombre reconocer su propia dignidad como continuador de la magnífica obra iniciada por Dios. Convencido de ello, el salmista exclama agradecido: Bendice, alma mía, al Señor (Sal 102).
El hombre implora a Dios su bendición, confiado de que, con ella, es o será agraciado (lo opuesto de desgraciado) y que con esa gracia y protección divinas puede superar cualquier contrariedad a su paso por la vida y la historia.
Efectivamente, el salmista invoca: que el Señor se acuerde de nosotros y nos bendiga, bendiga a la casa de Israel, bendiga a la casa de Aarón, bendiga a los fieles del Señor (Sal 113).

Signos de la bendición de Dios

Toda la creación es expresión de la bendición de Dios al hombre. Así, encontramos que, una bendición de carácter absoluto a la persona humana es la Gracia del Creador, la vida misma de Dios. Por extensión, debido a la imagen y semejanza a Dios de que goza el hombre, otra bendición es el propio hombre para sí mismo, al ser entregado al cuidado el uno del otro.
De igual manera, el amor esponsal, expresado en la unión del varón y la mujer, permite continuar la obra creadora de Dios, de manera que el nacimiento de un niño es un signo particular de la bendición y del amor de Dios al hombre.
Hay también muchos otros elementos de la creación que el hombre ha asumido como claros signos de bendición; en efecto, el agua, el pan y el vino, entre otros, lo son por excelencia.

El agua es signo de salud, de limpieza, de fertilidad. Se la considera salida de las manos de Dios y, por tanto, un don, un regalo. En la Biblia, desde la creación y separación de los mares y la tierra, hasta los ríos, arroyos, fuentes y pozos (Gén 1, 2.6.7.10; Is 8, 6.7; Jer 2, 13),  el agua es una bendición. La falta de agua se considera como el mayor de los males (Ex 15, 23; 17, 3; Is 19, 5; Jer 14, 3).
Por su parte, el pan y el vino en la Antigua Alianza, son frutos del esfuerzo del hombre, y eran ofrecidos como sacrificio entre las primicias de la tierra, en señal de agradecimiento al Creador por su expresa bendición, para lograrlos. Pero reciben también una nueva significación en el contexto del Éxodo: los panes ázimos que Israel come cada año en la Pascua conmemoran la salida apresurada y liberadora de Egipto. Y el recuerdo del maná del desierto sugerirá siempre a Israel que vive del pan de la Palabra de Dios (Dt 8, 3), toda una “nueva” bendición.
Finalmente, el pan de cada día es el símbolo del fruto de la Tierra prometida y prenda de la fidelidad de Dios a sus promesas. El cáliz de bendición, al final del banquete pascual judío, añade a la alegría festiva del vino la dimensión escatológica de la espera mesiánica y del restablecimiento de Jerusalén: la bendición póstuma y definitiva.

Dios bendice al hombre de corazón recto

El hombre es querido por Dios, incluso cuando se aparta de Él. Y Dios siempre toma la iniciativa y le ofrece al hombre su Alianza, su protección, a condición de que el hombre se presente en actitud humilde y corazón abierto hacia Él. Moisés no tiene duda de esto y los encuentros con su Señor se lo han corroborado. Por eso advierte a su pueblo: Si escuchas a Yahvé y practicas todos sus mandamientos, Él te dará abundante prosperidad en todo lo que hagas, multiplicará tus hijos y tus bienes, tu tierra será fecunda y tendrás todo en abundancia (cf. Dt 30, 8-9). En una palabra, Dios le colmará de bendiciones.



El hombre ha sido bendecido por Dios con los dones de la inteligencia, libertad y gracia, para elegir el Camino de la Vida. Por eso, Dios se dirige al hombre, a todo hombre, y le expresa desde su conciencia: Mira que te he ofrecido en este día el bien y la vida… te puse delante la vida o la muerte, la bendición o la maldición. Escoge, pues, la vida para que vivas tú y tu descendencia, amando a Yahvé, escuchando su voz, uniéndote a Él (Dt 30, 15. 19-20).



Conclusión

La dimensión de la bendición está presente en el hombre como algo que le es constitutivo. El origen de la bendición en el hombre es diferente al mal y al pecado, que lo degradan, los cuales le vienen de fuera.

El hombre está llamado a bendecir, incluso por encima de sus propias limitaciones y es responsable de reconquistar el orden de la creación, de acuerdo a los mandatos de Dios. Al saborear el mundo y construirlo bajo los criterios originarios del Creador, el hombre tiene conciencia de ser bendecido por Dios. Él sabe bendecir a Dios en la sencilla contemplación de las cosas, de la naturaleza y de las criaturas. Dios, por su parte, se manifiesta en esas realidades concretas de la vida diaria. Pero no son las únicas; también son epifanías ─ manifestaciones reales de Dios hacia el hombre─, la Liturgia, la Oración y, sobre todo, la Persona Humana.
Dar de beber, en su sentido material y espiritual es, al mismo tiempo, dar y recibir bendición; quien la proporciona, agradece la oportunidad del gesto; quien la recibe, agradece la acción y percibe que su existencia es importante para alguien que lo ha cuidado; es decir, que lo ha bendecido.

La “Salpasa”, por ejemplo, costumbre difundida entre algunos pueblos mediterráneos, aunque deformada con el tiempo, continúa manteniendo su encanto como celebración de religiosidad popular. Consiste en la bendición del agua y la sal, dispuestas por los vecinos ante sus casas, como signos de abundancia y protección de Dios. Aunque cada familia coloca sus respectivos signos por separado, la sal y el agua de cada uno se convierten en dones comunes, para todos por igual.

En algunas latitudes existe la costumbre de pedir y dar bendiciones. Aunque en los últimos tiempos se haya perdido algo esta hermosa práctica, especialmente entre los más jóvenes, las bendiciones constituyen parte de los saludos hoy en muchas familiares.
También existen otras muchas bendiciones que provienen de los tiempos más antiguos, como la bendición de los alimentos antes de comer, la de los esposos, de los hijos, del hogar, de objetos e imágenes religiosas; la de los campos y el arado, de los animales y del Belén, etc. Otras costumbres, más actuales, son la bendición del árbol de Navidad o del coche.

Ojalá podamos rescatar costumbres como estas, a fin de no olvidarnos nunca que somos bendición de Dios, lo cual nos obliga a reconocerlo, alabarlo y amarlo (cf. Ex 20, 1-11) y, en Él, al prójimo como a nosotros mismos.

José Antonio Juric B.

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