Para algunos, el tiempo de Semana Santa evoca
momentos imborrables. Recuerdo que, con la llegada de cada Semana Mayor en la
Venezuela de mi niñez y juventud, se anunciaba el nombre de un predicador excepcional,
quien conmovía a cientos de miles de feligreses que se congregaban para
escucharlo en vivo o alrededor de un aparato de radio, para seguir sus sermones
a través de las ondas. En efecto, todavía muchos venezolanos recuerdan gratamente
la oratoria singular de Monseñor Jesús María Pellín, pastor insigne y
periodista enérgico y valiente que, exponiendo sus magníficas y penetrantes
homilías los Viernes Santos, explicaba a los presentes y a los radioescuchas
cada una de las Siete Palabras desde la perspectiva de los asuntos sociales,
morales y espirituales que enfrentaba el país de entonces.
Con meridiana claridad, despojado de todo temor y
sin ambages, señalaba Mons. Pellín conductas abusivas, errores y omisiones de
los encumbrados políticos, de los responsables de la economía, de la sociedad
encopetada y hasta del borrachito impertinente dentro del templo.
Aunque nos
gustaría imitarlo, descubrimos en estas líneas una enorme distancia con las
incisivas prédicas del preclaro obispo. No renunciamos, empero, a señalar y enfrentar
con energía y decisión los males que se observan hoy y aguijonean al hombre porque
se han convertido en «males estructurados», muy profundos que, por otra parte,
son el origen, la raíz, de la crisis generalizada que se experimenta en todas
partes, pero en especial donde la compasión se echa de menos y la libertad se
encuentra secuestrada.
Hace mucho tiempo que Venezuela sufre. Pero el
país que vemos, en este momento más que nunca padece porque se encuentra
crucificado en un ingente número de sus hijas e hijos, que entienden que ese
camino a que son obligados transitar no les depara futuro alguno.
Tanto quienes en este momento residen en Venezuela
como los que hemos debido emigrar, todos, vivimos un auténtico exilio. El
exilio consiste en no poder reconocer la tierra que nos vio nacer o que nos
tocó vivir hasta el fin del siglo XX.
Este país, dirigido hoy por gobernantes represivos
y apoyados por toda clase de forajidos y oportunistas, se encuentra sumido en
las mayores y definitivas miserias de orden material, intelectual, moral y
espiritual. Se han levantado de la nada seudolíderes pillos y sus
incondicionales socios hampones que proclaman ideas mortecinas, claramente superadas
hace décadas.
Pero las Escrituras advierten a los perversos:
«¡Ay de
los que establecen decretos inicuos, | y publican prescripciones vejatorias, para
oprimir a los pobres en el juicio | y privar de su derecho a los humildes de mi
pueblo, | haciendo de la viuda su botín | y despojando a los huérfanos![1]».
Invito al amable lector a sumarse a la oración de
Jesús con el pensamiento puesto en todas las necesidades del hombre, en
especial las morales y espirituales de quienes residen en Venezuela o en
cualquier lugar del planeta donde haga falta sembrar los campos con la “buena
semilla” de justicia y paz. También tengamos presente en esa oración a tantos
hermanos nuestros perseguidos hoy con furia en muchos otros lugares del planeta
a causa de su fe. Pensemos en ellos, en los inocentes, en los convertidos e, incluso,
aunque nos cueste violentar lo más íntimo de nuestros sentimientos muy humanos,
en los que continúan haciendo tanto daño.
1. La oración de Jesús
Las siguientes páginas recogen reflexiones de las Siete
Palabras, apropiadas especialmente para animar la piedad de los creyentes
durante la Semana Santa. En concreto, estas Siete
Palabras, recogidas por los santos Evangelios, constituyen las expresiones de
los últimos momentos de Jesús en la Cruz: su testimonio supremo ante el
sufrimiento.
Aunque la meditación de la Pasión está recomendada para
todo el tiempo de Cuaresma, las Siete Palabras son meditadas tradicionalmente el
Viernes Santo. Es interesante observar que la primera palabra es de “perdón” («Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen»[2]),
y la última, de “confianza” («Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu»[3]).
Ambas, puede afirmarse, equivalen, respectivamente, a “compasión” y “entrega”.
El Viernes Santo se suprime la celebración de la
Eucaristía para dar paso, en la Liturgia de la Palabra, a la contemplación del
acontecimiento del cual se enraízan todos los Sacramentos de la Iglesia, ya que
del costado de Cristo en la Cruz nace la comunidad de creyentes, la Iglesia
misma.
Cuando Jesús enfrentó la muerte, renunció
a cualquier respuesta violenta; aceptó la misteriosa voluntad del Padre en amor
y obediencia, y se entregó mansamente, como cordero llevado al matadero[4].
Murió excusando («no saben lo que hacen»), que es más que perdonar. Jesús perdona a
quienes lo crucifican, ofreciéndose a sí mismo como oblación a su Padre, por
amor a todos los hombres.
Quienes creemos
en Jesucristo como Hijo de Dios y Salvador de la humanidad, no podemos olvidar
que el Evangelio, cuando nos propone expresamente seguir a Jesús, destaca estos
rasgos recogidos por la Sagrada Escritura: «Aprended
de mí que soy manso y humilde de corazón»[5] y también «El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, cargue con su cruz y
me siga»[6].
2. Jesús nos llama
En la vida de
Jesús es una constante la permanente invitación al seguimiento. Es más, toda la
Biblia es la historia de las llamadas de Dios a los hombres a través de diversos
acontecimientos: un señal prodigiosa, una palabra, una invitación particular, una
tarea, un vacío, una contrariedad, un encuentro, una simple mirada, o la propia
vocación[7], descubierta en la intimidad del ser…
Dios se
manifiesta a cada uno del modo que le parece más apropiado. A Abraham le llamó
desde la fe, a Moisés desde la zarza que ardía sin consumirse, a Elías como
brisa dulcísima, a María se le aparece el ángel enviado por Dios, a José le
habló en sueños, a san Pablo desde una luz enceguecedora... ¿Has pensado de qué
manera te ha convocado a ti? Se puede hacer camino sin conocer la propia
vocación, pero siempre terminará uno topándose con “la
señal” dejada por Dios en cada
alma.
El elemento
común en todas las convocaciones que Dios hace es su inmenso Amor. Y es en el
sacrificio de la Cruz donde encontramos la suprema manifestación del Amor, la fuerza
de Dios[8],
que atrae la atención no sólo de los que siguen a Jesús, también del iracundo
pueblo que pidió su muerte, habiendo sido manipulado por sus máximos líderes
políticos y religiosos.
¿Quién dijo que un pueblo no se equivoca?
Jesús en la Cruz atrae también la
atención del pagano y del incrédulo como lo demuestra el centurión romano: «Verdaderamente este hombre era hijo de
Dios»[9],
afirmación que expresa aun
sin saber lo que esa frase significaría para la posteridad. Proclama el santo Evangelio: «Mirarán al que traspasaron»[10];
en adelante, ninguna persona podrá mirar a Jesús, clavado en la Cruz, sin
descubrir su propia maldad.
La muerte de Jesús no fue un accidente en
su vida[11]. Esa muerte constituyó la entrega suprema y definitiva de Dios al Plan
de Redención, que se vio coronado por la Resurrección de su Hijo; fue, en fin, la
expresión sublime del amor infinito de Dios a su criatura más querida.
Desde el comienzo de su vida pública y en
repetidas ocasiones, el Señor anunció su muerte[12]. Durante su vida terrenal Jesús fue descubriendo progresivamente las
exigencias de su misión; por eso se preparó para enfrentar el Mal en todas sus
manifestaciones, incluso el mal superlativo: la muerte[13]. Ciertamente, todo le tenía que ser sometido y la muerte física no
podía ser excluida[14], porque Jesús, el Hijo Unigénito de Dios, que se hizo verdadero
hombre[15], el Hijo eterno[16], es el Verbo, que es en Dios y es Dios frente al Padre[17] y el Espíritu Santo.
3. Una reconciliación inmerecida
Afirma san
Pablo que Cristo ofreció su vida por todos los hombres con el objeto de
reconciliarlos con Dios[18]. Con esa reconciliación universal derribó
el muro de enemistad que separaba a los pueblos[19] y ofreció a la humanidad, además, la
alegría de una Buena Noticia[20]. Por eso Jesús «fue arrancado de la tierra de los vivos; por las rebeldías de su
pueblo ha sido herido»[21].
La novedad de la Buena Noticia, única en la historia de
las religiones, que habla del amor más grande y sublime, constituye un regalo
que debe ser asumido por cada uno y anunciado como tal a toda la gente, a todos
los pueblos, a la Creación entera, porque así lo quiso el mismo Jesucristo
antes de despedirse de sus amigos[22].
En una ocasión leí esta hermosa
expresión: la redención de Cristo, don para
el hombre y para toda la creación, se nos da de arriba hacia abajo para que lo
trabajemos de abajo hacia arriba. Es decir, la Buena Nueva que Dios nos
ofrece es un presente que se nos dispensa gratuitamente, pero contiene en sí una
tarea: la exigencia de ser asumida, anunciada y transmitida como don por y para
todos los hombres, con todas sus consecuencias. Trabajar por el Reino es
ocuparse de transformar los corazones del entorno, comenzando por la conversión
propia.
4. Trabajar por el Reino
El cristiano está llamado a restaurar el
plan originario de Dios, plan que ya fue iniciado en la historia humana por Jesucristo,
el Hombre perfecto.
La tarea por
realizar es inmensa. Hay un enorme reto con relación a las creencias y
prácticas inadecuadas[23]
que el hombre debe combatir: la hechicería, la astrología, el erotismo, el
consumismo, sólo por mencionar algunas, las cuales pueden ser expresiones resultado
de las grandes inquietudes de la gente, a las que los cristianos continuamos, muchas
veces, sin dar una respuesta conveniente. Igualmente, resulta necesario
advertir al hombre de hoy las trampas del fundamentalismo ideológico (ya sea
religioso o político), el mercantilismo, la competitividad obcecada, la
esclavitud del sexo desenfrenado, la pornografía y la persecución alocada por
dinero y poder.
Jesús vino
para que los ciegos vean, los cojos anden, los leprosos queden limpios, los
sordos oigan, los muertos despierten y una Buena Nueva llegue a los pobres[24], en especial a los que han perdido toda
esperanza.
La misión de Jesús corresponde ser
continuada por sus discípulos, comenzando por los que han sido sumergidos en
las aguas del Bautismo y, con más razón, por aquellos que han escuchado y se
han comprometido con la radicalidad del Evangelio. Orgullosos debemos sentirnos,
al haber sido designados «ayudantes de
Dios»[25].
¿Cómo evadir nuestras
responsabilidades para con Él y con el prójimo? Pensemos en que cada uno de
nuestros actos es corredentor cuando
está unido a los de Jesús crucificado. San Pablo era consciente de esta
dimensión misteriosa cuando expresó: «Completo
en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo, en favor de su Cuerpo,
que es la Iglesia»[26].
El Señor nos
acompaña en la misión[27].
No sólo eso; para el recordado san Juan Pablo II «el cristiano no está solo en su camino de conversión. En Cristo y por
medio de Cristo la vida del cristiano está unida con un vínculo misterioso a la
vida de todos los demás cristianos en la unidad sobrenatural del Cuerpo místico. De este modo, se
establece entre los fieles un maravilloso intercambio de bienes espirituales,
por el cual, la santidad de uno beneficia a los otros, mucho más que el daño
que su pecado les haya podido causar[28]».
5. Desde la fe
Antes de iniciar la meditación de las Siete
Palabras proponemos la siguiente interrogante a ciertos cristianos que advierten
fría su fe: ¿qué sentido tiene hoy la Cuaresma, la Semana Santa y la Pascua cuando
nos encontramos vacíos de fe, sin raíces, sin una disposición especial para
celebrar los principales misterios cristianos que propone la Iglesia para estos
tiempos litúrgicos?
El modelo de toda llamada a la fe lo
encontramos en la Biblia, concretamente en los capítulos 12 al 24 del libro del
Génesis. Se trata de la historia de Abraham, a quien Dios pidió que saliera «de
su tierra, de su parentela y de la casa de tu padre» para que se dirija a
una tierra desconocida.
La llamada de
Dios tiene lugar en la incertidumbre de
la vida y la oscuridad de la fe, donde todos los razonamientos humanos son
impotentes para descifrar. La manera en que Abraham responde a la llamada de
Dios es modelo a seguir en nuestro camino de fe: su actitud de escucha
interior, su confianza total en Él, y su valentía en arriesgarse a hacer lo que
le pide su Señor.
La fe es
entregarse, es caminar incesantemente tras el Rostro del Señor que no ves, pero
lo percibes y distingues en tu interior y en el prójimo. Abraham es un eterno
caminante en dirección a una patria soberana, y tal Patria no es sino el mismo
Dios. Creer es partir siempre.
6. De la fe en Dios al amor al prójimo
En la reflexión que haremos de la segunda
Palabra, uno de los ladrones crucificado al lado de Jesús, le hace una
petición: «Acuérdate de mí cuando estés
en tu reino»[29]. ¿No es ésta, de alguna manera, una auténtica profesión de fe,
aunque fuera arriesgada y de última hora? Jesús no tarda en responderle: «En verdad, te digo que hoy estarás conmigo
en el paraíso»[30]. La distancia que separa al hombre con Dios es compensada por la
iniciativa y la misericordia de Jesucristo, que nos invita a creer en Él y a
seguirlo.
Sólo cuando el hombre, con plena libertad,
se abre al Misterio de Dios, la cercanía a Jesús transforma su vida. Dicho de
otra manera: de nuestra apertura a Dios nace la fe. La consecuencia de esta
relación cercana se evidencia en la transformación radical de la persona: de la
amistad con Jesucristo surge un nuevo modo de relación con el prójimo, a quien
se le verá siempre como hermano.
En el trance definitivo de la muerte
cobra importancia singular la sinceridad que reconoce el pecado y el fracaso de
la vida propia apartado de Jesucristo. Así, el llamado “buen ladrón” se
confiesa: «Nosotros estamos sufriendo con
toda razón, porque estamos pagando el justo castigo por nuestras fechorías»[31]. Es interesante observar con atención el proceso de conversión de
este hombre para entender la misericordia de Dios. Pero también es oportuno
tener muy presente que no hay que esperar al atardecer de la vida para
convertirse al Señor.
La conversión
personal es una tarea diaria y necesaria para entrar al Reino de Cristo. Un reino
de compasión y misericordia para sustituir un mundo cada vez más cruel,
inhumano y falto de compasión. El Reino de Dios merece la pena desearlo y
abrazarlo con la fe y las acciones.
Decía Benedicto XVI, hoy Papa emérito, en
la Carta Apostólica “Porta
fidei”, por la cual invitaba a celebrar el Año de
la Fe que «la fe sólo crece y se fortalece
creyendo»[32], es decir, “queriendo creer”, deseando la fe. Dice el Papa en esa
Carta, que «no hay otra posibilidad para
poseer la certeza sobre la propia vida que abandonarse, en un in crescendo
continuo, en las manos de un amor que se experimenta siempre como más grande
porque tiene su origen en Dios»[33].
¿En qué creemos? ¿Cuál es el mensaje medular de la fe? Los primeros cristianos
llamaban “kerigma” al anuncio
esencial de las verdades de fe: encarnación, vida y enseñanzas, muerte y resurrección
de Jesús. Con el tiempo, ese kerigma
se irá transformando en lo que hoy conocemos como los “artículos de la fe”.
Estos artículos han sido recogidos por diversos “credos”, de los cuales, el
conocido como Credo de los Apóstoles y que a menudo proclamamos en la santa Misa,
recibió la redacción final en la época de Carlomagno (aprox. 800 d.C.). Se cree
que los Apóstoles compusieron la redacción fundamental del Credo antes de
despedirse unos de otros para partir a evangelizar el mundo[34]. Su finalidad fue que
hubiera claridad y unidad en la enseñanza transmitida por ellos.
Desear la fe
es abrazarse al Hombre Perfecto, a Cristo, pidiéndole con
humildad el don de una fe genuina.
7. ¿Qué fe?
Los discípulos
de Jesús suplicaron de esta manera: Señor, «auméntanos la fe»[35]. ¡En plural! No se presentaron ante el
Señor de uno en uno, sino unidos. Este hecho tiene una gran significación para
el cristiano: la auténtica fe se vive en comunidad, nunca en solitario.
Pedir la fe al Señor constituye el primer
paso para que la “buena semilla”, como don plantado a partir el sacramento del Bautismo,
comience a crecer y se fortalezca. No olvidar que ese crecimiento se inicia con
la fe y el testimonio cotidianos de los padres, padrinos y de la comunidad de
creyentes misma. Esto es, pues, la fe de la Iglesia.
Desde la óptica doctrinal, la «fe» es una virtud teologal, como lo son
también la «esperanza» y la «caridad». Dada la significación de estas virtudes
para el desarrollo de los pueblos, un santo obispo venezolano las denominaba “virtudes
humanas”, porque ellas son constitutivas de todo ser humano y de toda sociedad
abierta a la vida. Estas virtudes no son exclusivas del cristiano: pueden ser
apreciadas en todas las culturas. En efecto, el hombre hecho a imagen y
semejanza de Dios, su Creador, posee en lo más recóndito de su corazón una fe,
una esperanza y un amor superiores
que pueden ser experimentados y vividos por todos, creyentes y no creyentes.
Efectivamente, por la fe, el hombre se sitúa abierto a la trascendencia; por la esperanza, abierto al futuro; y por la caridad, abierto al otro.
La fe es creer lo que no vemos. «La
fe ¾decía san Pablo¾ es la manera de tener lo que esperamos; el medio para conocer lo que no
vemos»[36]. Jesús dijo que «lo
más importante de la Ley es la justicia, la misericordia y la fe!»[37] La fe anima la esperanza y da sentido al amor, que
está por encima de la ley.
El Catecismo enseña que «La fe es
la respuesta del hombre a Dios, que se revela y se entrega a él, dando al mismo
tiempo una luz sobreabundante al hombre que busca el sentido último de su vida»[38]
En una de sus últimas
catequesis, el Papa Benedicto XVI se preguntaba «¿Qué es la fe? ¿Tiene aún sentido la fe en un mundo donde Ciencia y Técnica
han abierto horizontes hasta hace poco impensables? ¿Qué significa creer hoy?»[39]. El Papa emérito manifiesta que «junto a tantos signos de bien, crece a
nuestro alrededor también cierto desierto espiritual.» Y prosigue con estos
otros acuciosos planteamientos: «¿Qué
sentido tiene vivir? ¿Hay un futuro para el hombre, para nosotros y para las
nuevas generaciones? ¿En qué dirección orientar las elecciones de nuestra
libertad para un resultado bueno y feliz de la vida? ¿Qué nos espera tras el
umbral de la muerte?». El Papa responde con estas hermosas palabras: «Tener fe es encontrar a este “Tú”, Dios, que
me sostiene y me concede la promesa de un amor indestructible, que no sólo
aspira a la eternidad, sino que la dona». ¡Hermoso! ¿No?
8. La fe no es para enrostrarle a Dios la culpa de la miseria humana
En una hojita dominical[40] que he guardado, un
sacerdote se hacía la siguiente pregunta: ¿Se
puede tener fe cuando existen tantas injusticias, cuando hay tantos graves
problemas en el mundo, cuando se alzan tantos gritos contra el hambre, la
violencia, la pobreza y el dolor? ¿Se puede creer en Dios, que parece que
guarda silencio ante tales situaciones?
El creyente es
el que sabe que no puede echarle a Dios las culpas de los males del mundo
porque esos males, ciertamente, han sido incubados por el hombre mismo. Del
corazón del hombre salen los males que lo hieren. Al menos los males en los que
se excluyen algunos fenómenos y desastres naturales pero que, en definitiva,
tienen que ver con la ruptura primigenia del ser humano con la naturaleza. Por
eso Jesús manifestó: «nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro;
lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre»[41]
Tener fe es desear
superar las dificultades con esfuerzo pero con los ojos dirigidos al cielo; es combatir
el mal, no puesta la confianza en el valor humano, sino en el Poder de Dios.
Por eso el hombre
de fe nunca es fatalista; tiene honda esperanza, lucha y trabaja porque sabe
que se puede vencer el mal con el bien y el odio con el amor que le viene de
Dios. Y para el crecimiento interior de la persona se hace necesaria una
vinculación estrecha con Aquél que lo hace existir y purifica los corazones con
la fe[42]. El crecimiento de la fe y de la vida cristiana requieren de un esfuerzo positivo y de un
ejercicio permanente de libertad personal y formación.
Dios es un Padre
que cuida de sus hijos: «¿No valéis más
que las aves del cielo que ni siembran, ni siegan, ni almacenan y, sin embargo,
vuestro Padre celestial los alimenta?»[43] Pero, «Si
tuvierais fe como un granito de mostaza…»[44]
Dios, que es fiel,
garantiza que nunca abandona a su criatura más amada, pero no hay que dejarse
llevar por el error al que conduce la pasividad o la indiferencia. Se ha
repetido muchas veces que el seguidor de Jesucristo debe confiar en la
Providencia como si todo dependiera de Dios (el Reino de Dios…) y, a la
vez, debe entregarse a su trabajo como si todo dependiera de sus propias
posibilidades (… y su justicia). Nuestro mundo necesita urgentemente de
testigos de la fidelidad y del amor de Dios.
9. Fe y misterio
Está claro que la fe no es comprensible como lo puede ser una verdad
matemática. Se afirma que la fe se ajusta a la categoría de misterio, lo cual no quiere decir que se
refiere a asuntos impenetrables,
arcanos, herméticos, esotéricos o mágicos. Evidentemente, hay una clara limitación
para la comprensión humana el someter a la inteligencia todo lo que significa
Dios. Pero “misterio” tampoco significa algo que no se pueda entender,
aunque a veces sea cierto. San
Pablo
emplea la palabra “misterio” (especialmente en la carta a los efesios[45]), en una
expresión particular referida al plan salvífico: el “misterio”, es decir, lo que iba a realizar el Padre con su Hijo, especialmente
en la pasión, muerte y resurrección, y que Dios se guardaba «escondido», sin que lo conociera nadie
con claridad, para manifestarlo cuando llegara el momento propicio[46].
“Misterio”, pues,
en clave teológica apunta a que la razón humana se sitúa frente a un “problema”
de alcance profundo, extenso, inagotable... pero que, siempre que la reflexión
lo aborde, con apertura de mente y de corazón, el misterio se va abriendo al
entendimiento, mostrándose en un abanico de infinitas novedades...
Decía
J. Ratzinger, aún Cardenal, que «La fe responde
a un camino vital en el que la experiencia va confirmando poco a poco la
creencia, hasta que se revela plena de sentido»[47]. La fe es un don de Dios porque
es dada gratuitamente; pero también es tarea, porque requiere de esfuerzo y
exigencia personales.
Una fe sólida sólo puede nacer al asumir y predicar la
Buena Nueva que nos trajo Jesucristo[48].
Así lo expresaba san Pablo y lo reiteraba el Papa san Pablo VI: ¿cómo invocarán al Señor quienes no lo
conocen? ¿Y cómo creerán en él sin haberlo escuchado? ¿Y cómo lo escucharán si
no hay quien les predique? ¿Y cómo saldrán a predicar sin ser enviados? ¡Qué
lindo es el caminar de los que traen buenas noticias![49]
10. CONTEMPLACIÓN Y SILENCIO ANTE EL MISTERIO
Hecho este paréntesis sobre la importancia del don de
la fe y la actitud propia, regresemos a nuestra reflexión del tiempo que
conmemoramos.
Tras la Última Cena, Jesús fue capturado y desde ese
momento comienza lo que se le conoce como su Pasión y Muerte; por eso el Viernes
Santo la Iglesia Católica entra en un luto. Es el día en que se inicia el “gran
silencio” que se prolongará hasta el anochecer del sábado, donde la Iglesia,
hasta entonces, permanece junto al sepulcro del Señor, meditando su pasión y su
muerte, su descenso a los infiernos y esperando en oración y ayuno su
resurrección.
Desee el Miércoles de Ceniza continúan calladas las
campanas y los instrumentos musicales. Y hoy es día para profundizar mi
conversión. Para meditar el misterio de la Pasión de Cristo, de contemplar al
Crucificado. El altar está despojado. El sagrario, abierto y vacío.
El momento litúrgico del Viernes Santo
constituye una ocasión especialísima, particularmente intensa y conmovedora, en
la cual se debe privilegiar la contemplación y el silencio ante el Misterio. Dios
ha muerto. Ha querido vencer con su propio dolor el mal de la humanidad. Es un
día de dolor, de reposo, de esperanza, de soledad. El mismo Cristo está
reservado. Él, que es el Verbo, la Palabra misma, está en silencio.
Dejemos que entren en lo más
profundo de nosotros algunos de los instantes más significativos de la Pasión.
Escuchemos a Jesús que, desde lo alto de la cruz, agonizante, tiene para nosotros
siete mensajes fundamentales que recogen los santos Evangelios. En
Jesús –decía san Juan Pablo II–, estos mensajes se convierten en plegaria.
Todo aquel que haya
vivido algún momento de angustia, de miedo, de abandono, de desprecio; quien
haya vivido momentos de oscuridad, en donde se pierde el sentido de la vida, en
donde se siente el vacío de la existencia y lo absurdo de todo lo que lo rodea,
puede alcanzar a comprender algo la angustia del Calvario, donde ahora está
Jesús.
Para Jesús, la Cruz constituye el pulpito más sublime, pero al mismo
tiempo el más espantoso… Para Él, llegó la hora de su entrega total Nadie le
quita la vida, Él la dona libremente.
De Jesús
profetizó Isaías: «Despreciado y
rechazado por los hombres, varón de dolores... como uno del cual se aparta la
mirada... herido por Dios y humillado, traspasado por nuestras rebeliones,
triturado por nuestros crímenes»[50]. Para comprender plenamente la
angustia y el sufrimiento que Jesús sintió, necesitamos advertir lo que es el misterio del pecado, ya que, por
nosotros, a Jesús «Dios lo hizo pecado»[51]. Jesús, es el anonadamiento de
Dios, que se hizo concreto en Belén, en Nazaret y en el Calvario, hasta la
muerte.
Ante el
silencio que sigue al último suspiro de Jesús, pareciera que toda la realidad
de la muerte de Dios terminara en la tranquilidad pavorosa del sepulcro. Los
hombres acallaron la voz del Enmanuel;
silenciaron al mismo «Dios con nosotros»
y ahora, la creación entera ha enmudecido de horror, guardando duelo por la
Vida que se ha marchado... Así lo interpreta una vieja homilía para el Sábado
Santo que recoge nuestro Catecismo: «Un gran
silencio reina hoy en la tierra, un gran silencio y una gran soledad. Un gran
silencio porque el Rey duerme. La tierra ha temblado y se ha calmado porque
Dios se ha dormido en la carne y ha ido a despertar a los que dormían desde
siglos...»[52]
Efectivamente,
se dice que Jesús, cargado con los pecados del mundo no entró al Paraíso,
cerrado a causa del pecado de Adán y Eva[53]. Justamente, antes de tomar
parte de la gloria del Padre, Jesús fue al Hades, lugar donde los justos del
Antiguo Testamento esperaban la Redención. De esta manera lo expresa el Credo
de los Apóstoles: «Descendió a los
infiernos»[54] para abrir la puerta a
los que esperaban el consuelo y la felicidad que sólo la Redención les podía
proporcionar. También Jesucristo abre la puerta a los que aquí en la tierra
viven su propio infierno, su propia vida-sin-Dios,
para liberarlos y sanarlos, si lo desean.
11. EL VIERNES SANTO
En la liturgia del Viernes Santo La Iglesia entera adora
la Cruz. Ella, signo de ignominia, nos recuerda un camino que el hombre no puede
eludir. Tanto mejor cuando ese tránsito por la vida se ofrece por la santidad
propia y de la Iglesia.
Pero, aunque
vivimos frecuentemente sumidos en tiempos de crisis y de dolor, el cristiano no
contempla su vida sólo como sufrimiento y muerte, como si ella fuera un viernes
santo interminable. Cristo es el Señor de nuestras vidas y abre las puertas del
Paraíso para nosotros, porque Él es la Puerta. Y no importa si en algún momento
de nuestra existencia se nos impida alcanzar a ver alguna salida. Todo lo
podemos en Aquél que nos conforta[55].
El
Sábado es el día en que experimentamos el vacío. Si la fe, ungida de esperanza,
no viera el horizonte último de esta realidad, caeríamos en el desaliento, como
lo experimentaron los discípulos de Emaús: «nosotros esperábamos...»,
decían.
Que la
tarde del Viernes Santo sea para nosotros una oportunidad de silencio, de
contemplación al Crucificado; tiempo de oración y de recogimiento ante nuestro Redentor,
suspendido entre el Cielo y la Tierra; tiempo de acompañamiento a María que nos
dio tal Redentor; un tiempo de adoración y de agradecimiento a Jesús, que por
su Cruz y Resurrección nos ha librado de la muerte definitiva; tiempo,
finalmente, de esperanza para todo hombre, porque la Semana Santa cristiana no
termina con el viernes de sepultura, sino con una explosión de alegría que experimentamos
el Domingo de Resurrección, Día que se manifiesta entre los hombres como la Pascua
definitiva, la nueva creación que inauguró Jesucristo para todo el género
humano, hasta la consumación de los siglos… «Y nosotros somos testigos de todo»[56].
Esperamos que estas reflexiones nos ayuden a hacer
otras tantas, que podremos realizar en la intimidad.
Oremos al finalizar este
preámbulo:
Gracias te damos, Señor, Dios omnipotente,
por todo lo que has obrado en nosotros,
que es tanto como decir: ¡Hágase tu voluntad! ¡Alabado sea, tu Hijo, Jesucristo,
crucificado, muerto y resucitado!
José Antonio Juric Bartolini
(Terminado de corregir en el Santuario de Fátima, el 19 de abril de 2019, Viernes Santo).
[1] Is 10, 1-2.
[2] Lc 23, 34
[3] Lc 23, 46; cf. Jn 19, 30
[4] Cf. Is 53, 7
[5] Mt
11, 29
[6] Mt
16, 24
[7] El término “vocación”
proviene del latín “vocatio”
(invitación, llamada), es la inspiración con que Dios llama a algún estado de
vida. Por eso el concepto también se utiliza como sinónimo de llamamiento o
convocación. Hoy, la vocación es entendida como la inclinación a cualquier
estado, carrera o profesión. Dios llama al inicio (nos precede), pero también
nos sostiene en todo el camino y siempre. La vocación apunta hacia los sueños,
los anhelos del espíritu en relación con la vida, con nuestra vida como
existencia válida y trascendente. Está radicada en nuestros valores. Es, por lo
demás, un don que hay que desarrollar y compartir.
[8] 1 Jn 4, 8.
[9]
Mc 15, 39.
[10] Jn 19, 37.
[11] Cf. Heb 10, 5.
[12] Cf. Mc 8, 31; 9, 9; 9, 30; 10, 32;
Lc 13, 31.
[13] Cf. Lc 9, 21-22.
[14] Cf. Mt 20, 28; cf. Jn 11, 9; 12,
27.
[15] Cf. Jn 1, 14.
[16] Cf. Col 1, 13-15.
[17] Cf. Jn 1, 1; Ap 19, 13.
[18] Cf. 2Cor 5, 18 y 19.
[19] Cf. Ef 2, 14.
[20] Cf. Lc 2, 10-11. El ángel que anunció a los pastores el
nacimiento del Mesías les dijo: «No
tengan miedo, pues yo vengo a comunicarles una Buena Noticia, que será motivo
de mucha alegría para todos. Hoy ha nacido para ustedes en la ciudad de David
un Salvador que es Cristo Señor».
[21] Is 53, 8.
[22] Cf. Mc 16, 15: «Vayan por todo el mundo y proclamen la Buena
Nueva a toda la creación».
[23]Ver III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Puebla, No. 456.
[24] Cf. Lc 7, 22
[25] 2 Cor 6, 1
[26] Col 1, 24.
[27] Jn 14, 16.
[28] Juan Pablo II, «Incarnationis mysterium», Nº 10 (29-11-1998).
[29] Lc 23, 42.
[30] Lc 23, 43.
[31] Lc
23, 41
[32]
Carta Apostólica «Porta fidei», Nº 7.
[33]
Ib.
[34] P.
Joseph Mary Shamon, Reza el Credo, Milford
- Ohio, 1991.
[35]
Lc 17, 5.
[36]
Heb 11, 1.
[37] Mt 23, 23.
[38]
CIC, Nº 26.
[39] Benedicto XVI, Audiencia
General, Plaza de San Pedro, miércoles 24 de octubre de 2012.
[40] Andrés Pardo, Hoy
Domingo; Madrid, 6-10-2013.
[41] Mc 7, 15, cf. Mt 15, 11.
[42] Hch 15, 9
[43] Cf. Mt 6, 26-27.
[44] Mt 17, 20
[45] Leer especialmente Ef 3, 1-13.
[46] San Pablo lo expresa bellamente: «Cuando llegó la plenitud de los
tiempos, Dios envió a su Hijo, que fue sometido a la Ley, con el fin de rescatar
a los que estaban sometidos a la Ley, para que así llegáramos a ser también
nosotros hijos legítimos de Dios. Por eso ahora somos hijos, pues Dios mandó a
nuestros corazones el Espíritu de su propio Hijo que nos enseña a invocarle
como ¡Abba!, ¡Papá querido!» (Gál 4,4-6; Ef 1, 10).
[47] J. Ratzinger, Dios y el mundo,
Random House Mondadori,
Barcelona, 2005.
[48] Cf. Rom 10, 16
[49] Cf. Rom 10, 14-15; EN, 42
[50] Is 53, 5
[51] 2Cor 21; Rom 8, 3
[52] CIC, No. 635
[53] Cf. Gén 3, 24.
[54] Cf. Ef 4, 9.
[55] Cf. Fil 4, 13
[56] Hch 10, 39
Primera
«Padre,
perdónalos, porque no saben lo que hacen»[1].
Narra el Evangelio de Lucas que “cuando
llegaron al lugar llamado «La Calavera», lo crucificaron allí, a él y a los malhechores,
uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: «Padre, perdónalos, porque
no saben lo que hacen». Hicieron lotes con sus ropas y los echaron a suerte.”[2].
En lo alto del Calvario, tres cruces: Jesús en medio de dos ladrones. Hasta
en el último momento de su vida, Jesús está al lado del pecador. Jesús siente que se acerca el fin de su
misión redentora. Y ora a su Padre, solicitando el perdón para sus verdugos puesto
que, conoce lo que hay el corazón de cada uno[3];
Jesús excusa al hombre porque sabe que esos esbirros que lo ultrajan no tienen
ni idea de lo que están realizando.
El tema del
“perdón” aparece continuamente en los Evangelios; lo encontramos al inicio del
Sermón de la Montaña[4] y en sucesivas intervenciones del Maestro[5], al señalar que la práctica del perdón
incondicional es requisito indispensable para el hombre que quiera presentarse
ante el Señor[6]; también se menciona el perdón al
enseñarnos a orar y a pedir al Padre[7].
Jesús, que llevó sobre
sí el pecado de todos, intercedió por los que lo crucificaron[8].
Esta es la magia del perdón ¾escribía un santo
sacerdote¾: convertir las heridas
en sabiduría de esperanza y hacer que los corazones se abran al amor. Cuando el hombre no responde a su vocación
original, allí está un Dios de amor que puede convertir el mal en bien, en
oportunidad de apertura a la trascendencia a través del perdón.
«Padre, perdónalos». Esta petición de Jesús, nos demuestra que
el perdón es incondicional y absolutamente universal por su carácter
sobrenatural, divino[9].
Cierta vez, Pedro
preguntó a Jesús cuántas veces se debía perdonar. La respuesta fue: «hasta setenta veces siete», es decir,
siempre, siempre. ¡Siempre!… El perdón no tiene límites porque Dios no los
tiene.
Jesús pide el
perdón al Padre para sus verdugos, sin condiciones, porque Jesús perdona
incluso sin el arrepentimiento de sus esbirros.
«Padre, perdónalos». Perdonar demuestra santidad. La persona
que no perdona a su prójimo demuestra que no desea tampoco la reconciliación
con Dios, que está presente en el prójimo. Al encontrarse separado de Dios, se
hace inaccesible a su perdón. Por eso, no es cuestión de Dios sino del hombre…
Tampoco significa
que con mi perdón yo compro el perdón de Dios, adquiriendo así el derecho de
que Él me perdone. Lo cierto es que lo que yo perdono es algo insignificante
frente a la infinita deuda que tengo con Dios…
Es interesante observar que el perdón de Dios está condicionado al perdón
que el hombre debe practicar, lo que parecería limitar y hasta contradecir la infinita
bondad y libertad de Dios. Pero, de hecho, no debiera ser interpretado de esa
manera: el perdón de Dios, así como su Gracia, es un don gratuito e incondicional.
No obstante, como está dirigido al hombre, y éste tiene en su libertad establecer
la inevitable contrapartida, lo que hace es que su eficacia dependa necesariamente
de la respuesta del hombre. He ahí el quid de la cuestión…
En resumidas cuentas, Dios siempre ofrece su perdón al hombre, pero éste
no puede alcanzar ese perdón si se encuentra alejado de Dios o si deliberadamente
lo rechaza. Este condicionamiento está claramente señalado en la parábola del
hijo pródigo: el padre había perdonado desde el principio al hijo pródigo, pero
éste sólo pudo experimentar el perdón cuando regresó a la casa paterna y sintió
el amoroso abrazo del padre…
Oración:
Oh Cristo, que cuelgas de la cruz. Los hombres, a quien tanto amor has
manifestado, te hemos crucificado. No te puedes separar de este madero, que
mira, al mismo tiempo, al Cielo y a la Tierra, como uniendo ambas realidades en
un solo sacrificio…
El dolor de tus
heridas inflama el universo entero. La corona de espinas atormenta tu cabeza y
los clavos de tus manos y de tus pies heridos te traspasan como hierro
candente. Y tu alma es un mar de desolación y de dolor.
Padre bueno, escucha a tu Hijo amado en el sufrimiento y en el abandono
de tus hijos que peregrinamos en este valle
de lágrimas y perdónanos, porque en el sacrificio del Calvario todos, cual
verdugos, estábamos presentes, así como también estamos presentes hoy, muchas
veces impávidos, ante las injusticias y crueldades que soportan tantos hermanos
nuestros.
Somos pecadores:
muchas veces no tenemos consciencia plena del mal que practicamos y de todo el
bien que, pudiendo, no hacemos.
Cristo de la Misericordia, en este
momento, en el que te veo colgado de la Cruz, te ruego me ayudes a no olvidar
nunca que Tú moriste perdonando a tus verdugos.
Abraza, Señor, a este pecador arrepentido. Amén.
[1] Lc 23, 34
[2] Lc 23, 33-34.
[3] Cf. Lc 9, 47; Jn 2, 24-25.
[4] «Bienaventurados
los misericordiosos» (Mt 5, 7)
[5] Mt 18, 21-22: Le preguntó Pedro a Jesús: «Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi
hermano? ¿Hasta siete veces?» Dícele Jesús: «No te digo hasta siete veces, sino
hasta setenta veces siete.»
[6] «Cuando
presentes una ofrenda al altar, si recuerdas allí que tu hermano tiene alguna
queja contra ti…» (Mt 5, 23-24).
[7]
«…perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores…» (Mt 6, 12-15).
[8] Is 53, 12.
Segunda
«En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso»[1]
Dos ladrones fueron crucificados al lado
de Jesús.
La crucifixión era una condena para los asesinos, para ladrones... para
los peores delincuentes de la sociedad de entonces.
¾ «Así que ¿tú eres el Mesías...? Demuéstralo,
salvándote a ti mismo»[2],
¾ increpa uno de
los reos ajusticiado al lado de Jesús.
Pero el otro
ladrón reprendió a su compañero diciéndole:
¾ «¿No tienes temor de Dios...? Nosotros estamos sufriendo con toda
razón, porque estamos pagando el justo castigo por nuestras fechorías».
Y dirigiéndose a
Jesús, le dijo: «Acuérdate de mí cuando
estés en tu Reino».
El Señor, profundamente conmovido, le contestó:
¾ «En verdad te
digo: hoy estarás conmigo en el paraíso».
Es un verdadero misterio observar cómo dos personas,
escuchando las mismas palabras y teniendo al Salvador enfrente, responden de
forma tan disímil: una de ellas ve esperanza, mientras que la otra sólo mira su
soberbia. Al principio, con seguridad, ambos maldecirían su suerte. Pero, uno
de ellos, el llamado "buen ladrón", ahora defendía a Jesús.
¿Quién podía imaginar que en ese momento el buen ladrón
pensara en alguien más que no fuera en sí mismo, como su compañero? Y es que,
cuando ya la vida se le está escapando, realiza el acto más noble que puede
cumplir un ser humano: Hablar en favor de Dios...
Seguramente que a pesar del dolor que padecía Jesús, éste lo miró y le
sonrió... Porque, de algún modo, esa pizca de amor que asoma en este ladrón,
aunque menuda, sólo pudo provenir de Dios, porque por antonomasia «Dios es Amor»[3].
Así, las palabras del buen ladrón seguro que llegaron al Sagrado Corazón y
fueron reconocidas y apreciadas con alegría por Jesús como don del Padre.
No siempre somos
capaces de reconocer nuestras faltas, y menos en público, aunque algunas veces
lo hagamos con lágrimas y en silencio, como la Magdalena o como Pedro. En todo
caso, lo importante es imitar al "buen ladrón", que como el hijo pródigo, reconoció la puerta
estrecha del arrepentimiento: «padre, he
pecado contra el cielo y contra ti; no merezco ser hijo tuyo...»[4].
La Redención la realiza Cristo desde la Cruz, pero debe
ser suplicada desde la cruz propia. Porque para Jesús el arrepentimiento, la apertura
de corazón y la confesión de las culpas es lo que finalmente importa. Importa
porque en esa confesión está también implícita la aceptación de la cruz de la
vida. Lo contrario, sería llevar con rabia y con odio esa cruz, que a lo mejor
es muy merecida para unos más que para otros...
La cruz propia es, la mayor parte de las veces, rechazada
o, al menos, puesta en entredicho en un mundo en el que no cabe aceptar el
sufrimiento ni la derrota, sino el éxito, la propia felicidad y el hedonismo.
La cruz que con frecuencia rechazamos y percibimos
negativamente, es una
cruz que ve esta vida y este mundo como algo inútil. A lo sumo, desearíamos una
cruz a nuestra medida y a nuestra conveniencia: una cruz cómoda, liviana, elevada
pero que no moleste; más bien, una cruz sin clavos ni espinas, que nos permita
exhibir ante los demás nuestro poder, los lujos que nos damos y el disfrute de toda
clase de bienestar, aunque para ello, conscientes o no, tengamos que pisotear la
dignidad de los demás…
La cruz pesa más para los que no soportan el fracaso, la
derrota, la enfermedad, el dolor, la muerte...
Negar la cruz es
creer que Cristo no redime. Es, incluso, dejar que en los demás campee la
desesperanza, sin que uno haga algo al respecto. Es, en definitiva, creer que
todo termina con la muerte física.
La
segunda actitud, la del "buen ladrón", es la de la conversión, que
conduce ineludiblemente al encuentro con Cristo, que redime y salva.
La conversión no
es otra cosa que un cambio de ser, de pensar, de hablar, aunque en algún
momento podamos sentirnos desfallecer o nos traicionemos haciendo lo contrario …
Para el arrepentido, bastó un breve contacto con Jesús, sólo unas horas,
para iniciar su conversión...
«En verdad te digo: hoy
estarás conmigo en el paraíso». El desierto que había en el corazón del buen ladrón es, desde ahora,
un huerto exquisito, bañado por ríos de Gracia… Jesús le concede al ladrón
arrepentido mucho más de lo que pide: le ofrece su amistad y su Casa. Y es que
Dios no se deja ganar en generosidad: por eso le asegura la gloria del Cielo.
No
existen palabras para describir el Cielo, como tampoco para describir el
infierno. Pero es evidente: donde está Dios, está el cielo; donde falta Dios,
ahí hay infierno. Hay infierno donde la familia vive dividida, donde hay
guerra, donde un país se cae a pedazos a causa de gobernantes egoístas y
corruptos, donde se dan luchas fraternas, donde hay discordia, donde hay
hambre, injusticias, persecuciones… En fin, donde no hay Paz ni Amor.
En oposición, hay
cielo donde, a pesar de las incomodidades, el sufrimiento y el dolor, el hombre
trabaja, la vida se ilumina de esperanza y se llena de Dios. Así, la presencia
o la ausencia de Dios en la cruz propia es el ingrediente definitivo que hace
la diferencia entre el Cielo y el infierno, incluso desde ahora.
Oración:
Señor, frente a la
crisis de desesperanza y de vidas sin de sentido que experimentamos hoy, en
especial
por tantas situaciones negativas que los hombres hemos creado y ahora escapan
de nuestras manos, te imploramos con el salmista: «Contempla mi miseria y mi trabajo y perdóname mis pecados»[5].
Dame la fuerza
para sobrellevar la cruz diaria del compromiso y la continencia al mal.
Tengo la fe que me
has dado gratuitamente a través de mis padres, padrinos, maestros, sacerdotes… y
albergo la esperanza de alcanzar el Paraíso que tú tienes reservado para todo
aquél que no se avergüenza de ti y te confiese con palabras y obras, que sólo
tú eres el Mesías, el Salvador.
«Yo sé que mi Redentor vive»[6] y que Él, con toda certeza, saldrá a mi
encuentro con las palabras que recuerdan las que dirigió una vez al reo
arrepentido: En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso. Amén.
[1] Lc 23, 43
[2] Cf. Lc 23, 39
[3] 1 Jn 4, 16
[4] Lc 15, 18-19
[5] Cf.
Salmo 25 (24)
[6] Job 19, 25; Jer 20, 11
Tercera
«Mujer, ahí
tienes a tu hijo... ahí tienes a tu madre»[1]
Contemplamos al
pie de la cruz a la madre de Jesús y al discípulo Juan[2]. Desde lejos, observan algunas mujeres,
las que habían seguido a Jesús desde Galilea[3], así como otros conocidos[4].
Jesús, dirigiendo la
mirada a su madre le expresa: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego,
dirigiéndose a Juan, le dice «ahí tienes a tu madre».
¡Mujer! ¡Madre! Palabras que en boca de Jesús van a
resumir parte de la historia de la salvación.
Contemplando esta
conmovedora escena, vienen a la mente dos momentos bíblicos que se contraponen:
por un lado, el relato de la caída del hombre en el Edén[5], cuando Adán, acompañado por su mujer, Eva,
«la madre de todos los vivientes»[6], comete el primer pecado, teniendo
enfrente el «árbol de la vida y el árbol
del conocimiento del bien y el mal»[7]. Ahora, en el momento de la restauración, de la segunda y definitiva
creación, junto al Hijo del Hombre, el segundo Adán, está presente otra mujer:
María, su madre.
En el Calvario, los sentimientos heridos de Madre e Hijo, mujer
y varón, convergen, como en la noche de los tiempos... Nuevamente en un árbol,
dirían algunos, se decide la suerte de la humanidad: En un madero, Jesús
agoniza con los brazos extendidos, como envolviendo el universo entero, cargando
los pecados del mundo[8].
Si en el relato de la caída, Adán y Eva son expulsados del
Edén antes de alcanzar el «Árbol de la vida»[9],
ahora Cristo, la Vida, se pone al alcance del hombre, de todo hombre, para terminar
colgado del árbol de la Cruz, como se
lee el Viernes Santo.
Allá, en el Edén,
la mujer fue herida de muerte por el pecado y, con ella, toda la humanidad; aquí,
en el Calvario, la mujer es enaltecida y, con ella, toda la humanidad: la que
existió antes y la que vendrá después de ella.
«Mujer, ahí tienes a tu
hijo...»
Esta primera parte
de las palabras de Jesús, pronunciadas ante la cercanía de su muerte, es el
“testamento”, su última voluntad, y por eso, va a tener consecuencias claramente
significativas hasta hoy: en primer lugar, Jesús se dirige a su Madre para
entregarle un nuevo hijo y, en él a todos los hombres, que serán entonces
hermanos de Jesús y hermanos entre sí, porque tienen un padre común: Dios. En
segundo lugar, a Jesús le preocupa la soledad y el abandono de su Madre, dando
con esa entrega un amoroso cumplimiento al Cuarto Mandamiento.
María, por su parte, volvió a decir «Sí», renovando con ello el milagro de su seno y encarnando en
él a toda la humanidad. Por eso, ella se convierte en madre de los que siguen a
Jesús: “Madre de la Iglesia”. Se prefigura en este acto el día de Pentecostés,
cuando nace realmente la Iglesia de Jesucristo.
«... ahí tienes a tu madre»
En efecto, el
evangelista cuenta que “desde esa
hora, el discípulo la recibió en su casa”[10]. Ahora, en lugar de Eva, “la madre
de todos los vivientes”[11], se nos entrega a María, “la madre de
todos los creyentes”.
Pensando en esta escena, un autor escribió: “Al pie de la Cruz,
oh Jesús, sólo puede pasar por discípulo tuyo muy amado el que, desde este momento,
toma consigo a tu Madre”.
«Mujer, ahí tienes a tu hijo...
ahí tienes a tu madre».
Jesús confía la
mujer, al varón; y también el varón a la mujer, decía san Juan Pablo II.
Las
palabras de Jesús cuestionan especialmente al hombre de hoy en su relación con
las representantes femeninas: mujeres y madres, que son objeto de
discriminaciones y pagan solas también por el pecado del varón[12].
Meditar estas palabras de Jesús en la Cruz, constituye
una clara oportunidad para recordar a tantas madres que comparten el dolor de
ver en peligro la vida de sus hijos, incluso de los no nacidos; es escuchar hoy
el llanto de tantas madres que ven cómo se pierden sus hijos por la falta de
empleo y oportunidades, por leyes y políticas contrarias a la dignidad del
hombre, por la acción de las drogas, de la prostitución, de la pornografía, del
hampa...
Las palabras de Jesús nos cuestionan fuertemente cuando vemos herida la
dignidad de la mujer a causa de algunos medios de comunicación que sólo la
asocian al sexo, a la violencia, al consumismo y al hedonismo.
Por otra parte, duele ver a muchos hijos cómo se
les tuercen sus mentes inocentes con una sociedad que muchas veces desconoce
sus derechos, por la violencia dentro del hogar; por padres y madres que no se
aman; en fin, por progenitores irresponsables que abandonan el hogar, eludiendo
sus más elementales obligaciones. Del mismo modo, nos aflige la condición de
abandono de muchos ancianos, que también son hijos.
Finalmente, las palabras de Jesús cuestionan a una sociedad que
abandona o asesina a sus niños y les niega un futuro.
¿Qué haces tú, qué hago yo, qué hace la
sociedad en la que vivimos para que esto no sea así?
Oración
Padre de bondad, ayúdanos
a ser buenos hijos, buenos hermanos, buenos ciudadanos... Que las fuerzas del
mal no tengan cabida en nuestros corazones ni en nuestra querida y bendita
patria.
Nos sentimos heridos y
agobiados porque el mal explota nuestras miserias y sus secuaces se burlan de
nuestro dolor.
Ante el desmoronamiento
de instituciones y valores, ante la violencia desatada, los homicidios, abortos,
secuestros y desapariciones, precisamos abrirnos a tu Palabra y a tu Misericordia.
Que la patria se convierta para todos en una verdadera madre que acoge con solícito
amor a todos sus hijos, los propios y los venidos de otras latitudes.
Jesucristo, Señor de la
historia, el mismo ayer, hoy y siempre[13],
renunciamos al Maligno, sus obras y seducciones. Te necesitamos en nuestra
patria, en nuestra sociedad, en nuestras familias, en nuestros corazones. Danos tu alivio y fortaleza.
¡Hombres y mujeres que
constituyen la patria!: sólo podrán volver a ser lo que han sido, y mejores aún
si, de manos de María, se convierten al Señor «en espíritu y en verdad»[14],
lo que implica una nueva relación con Dios. Amén.
[1] Jn 19, 26b-27a
[2] Cf. Jn 19, 25-26
[3] Cf. Mt 27, 55
[4] Cf. Lc 23, 49
[5] Gén 3
[6] Gén 3, 20
[7] Gén 2, 9
[8] Cf. Jn 1, 29
[9] Gén 3, 22
[10] Jn 19, 27
[11] Gén 3, 20
[12] Cf. Jn 8, 1-11
[13] Cf. Heb 13, 8
[14] Jn 4, 24
Cuarta
“Dios mío, Dios, mío, ¿por qué me has abandonado?”[36]El
Evangelio del San Marcos nos habla de esta cuarta
Palabra: «Llegada la hora sexta, hubo oscuridad sobre
toda la tierra hasta la hora nona. Y a
la hora nona
gritó Jesús con voz fuerte: ‘Elí, Elí, lemá sabaqtaní?’, que quiere decir: ‘Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has abandonado?’
Algunos de los presentes decían: Miren, está llamando a Elías»[1].
Sobre
este hecho, el inolvidable san Juan Pablo II nos enseñó que «cuando Cristo dijo:
“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?” sus palabras no son sólo expresión de aquel abandono que
varias veces se hacía sentir en el Antiguo Testamento, especialmente en el
Salmo 22 (21), del que proceden las palabras citadas. Puede decirse que estas
palabras sobre el abandono nacen en el terreno de la inseparable unión del Hijo
con el Padre, y brotan porque el Padre 'cargó sobre Él la iniquidad de todos
nosotros'. Y sobre la idea de lo que dirá san Pablo: “A quien no conoció pecado, [Dios]
le hizo pecado por nosotros”[2], Jesucristo carga hasta tal punto
el pecado del mundo que de súbito siente, incluso, la lacerante consecuencia de
éste: la ausencia del Padre[3]».
Con
todo, Jesús tiene la certeza absoluta de ser amado por su Padre. Por eso, nunca
llega al abatimiento total, ni tampoco se deja hundir en la desesperación.
El
Salmo 22 que susurra Jesús es un canto de esperanza. La exclamación: «Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has abandonado?», es un grito de
dolor, no de desesperación. Como con los
sollozos de Job y de Jeremías, Jesús siente que ha llegado a los límites
extremos de su resistencia humana y reúne fuerzas para gritar a su Dios para
que lo ayude.
En
efecto, a causa del sufrimiento, Jesús busca fuerzas sobrenaturales. Por eso,
no invoca aquí al “Padre”, como lo
hiciera en la primera palabra, sino a su Dios: “Dios mío”.
Es el
momento en que su naturaleza humana, ya debilitada por el sufrimiento y el
dolor, lo convierten en un ser desvalido; se siente sin apoyo y abandonado…
Las palabras
de Jesús son, por tanto, un grito de angustia y no de rebelión contra el Padre;
más bien, como decía un santo varón, se entienden como el comienzo de un canto
de esperanza mesiánica, una piadosa súplica, desgarradora, que sube al cielo.
«Dios mío, Dios, mío, ¿por qué me has abandonado?»
Aun
crucificado, Jesús continuó rezando...
Él sabe que es la hora del poder de las tinieblas[4], de la noche oscura para el mundo.
El Mal estaba allí presente, actuando con todas las fuerzas en su contra, en
una medida tal que provoca el eclipse aparente de Dios. Es la última
oportunidad del Maligno y sus secuaces para que la Redención no se vea cumplida.
Refiere el recordado san Juan Pablo II que el pecado nunca
tiene un efecto exclusivo sobre quien lo comete, sino que afecta a toda la
familia humana, impidiendo que brille la luz de la verdad y dando paso a la
negación de Dios.
Jesús,
víctima inocente, carga con los pecados del mundo[5], por eso siente sobre sí todo su
peso.
Al que
estaba sin pecado, Dios lo hizo pecado por
nosotros[6]. Cristo, al entrar al mundo
pecador y desgraciado, se hundió en lo más profundo del Mal que habita en la
creación. Y desde allí, en la misma raíz del mal, del dolor y de la muerte,
desenmascara al Maligno y lo pone en evidencia frente al hombre. Desde allí,
frente a sus enemigos, pero también frente a la Iglesia naciente, vence el Mal que
se esconde en sus diversas formas, en especial el mal que peor golpea al hombre:
la muerte definitiva. El clamor de Jesús, dicen algunos, explica el motivo de
su muerte: ¡Jesús muere de amor! En efecto, el sufrimiento de Jesús, al igual
que su vida entera, fue un continuado acto de amor, de comunión profunda con la
voluntad del Padre y de entrega y servicio al hombre.
El
Padre está con Jesús, su Hijo amado, no para liberarle de la cruz, ni siquiera
para ahorrarle sufrimientos; está para fortalecerle y para recibir su Ofrenda
definitiva en el silencio del Calvario.
«Dios mío, Dios mío», balbucea Jesús. “Dios mío, sálvame”, clama el hombre. También Dios
está con el hombre que vive la angustia y el sufrimiento en donación. Esa
angustia y ese sufrimiento constituyen lugares privilegiados de encuentro con
Dios, consigo mismo y con los demás.
Insiste
Juan Pablo II en que, aquel que acepta la cruz en la noche de su vida, descubre
nuevos horizontes, porque esa cruz se convierte en una llamada a la superación,
llamada al conocimiento del destino último de cada hombre, que, por supuesto,
no es ni el sufrimiento ni el dolor, aunque ellos pueden constituirse en medios
eficaces para descubrir lo que es la Felicidad (en mayúscula) y la
predestinación sobrenatural del hombre: ¡vivir en Dios!
Sólo Cristo puede explicar el misterio del hombre al hombre,
expresó con gran tino el Concilio Vaticano II. Si no se le hace saber esta verdad al hombre
de hoy, a nuestros niños y jóvenes, ellos irán creando su propia verdad, e irán llenando su corazón de
tantas ofertas virtuales e ilusiones engañosas que les hace el mundo, no del
creado por Dios en su infinita bondad, sino del cual nos quiere separar
Jesucristo.
Oración:
Hemos
hecho oscuridad sobre la tierra a causa de tantas injusticias, mentiras, violencia,
ansia de poder, riqueza mal habida y hedonismo.
Señor,
escucha mis súplicas y las de tu pueblo, arrepentido, que te contempla en la
cruz del abandono, al lado del rostro de tantos hermanos nuestros crucificados
contigo.
Ilumina
las tinieblas de nuestros corazones. Danos fe
recta, esperanza cierta y amor compasivo para comprender y
practicar tu Mensaje, de modo que nunca nos cansemos de hacer el bien.
Dios
mío, Dios mío, no permitas que nunca nos sintamos desesperados ante el triunfo
pasajero del mal. Amén.
[1] Mt 27, 45-47; Mc 15, 33-35.
[2] 2Cor 5, 21.
[3] Juan Pablo II, Salvifici
doloris, Nº 18.
[4] Cf. Lc 22, 53
[5] Cf. Jn 1, 29.
[6] Cf. Rm 8, 3.
Quinta
La sed
es una apremiante necesidad humana. Jesús está sediento a causa de las torturas
a que ha sido sometido.
Pero
Jesús se refiere también a otra sed. Con seguridad, esa sed expresa un inmenso
deseo de ofrecer su bebida que apaga la sed definitivamente. Como cuando lo
hizo con la mujer samaritana; Jesús se dirige a ella y le dice: «si conocieras el don de Dios… yo te daría
agua viva»[1]. En ese encuentro con Jesús, la
mujer supo que el que le pedía agua podía calmarle definitivamente la sed; por
eso le manifiesta al Señor: «Dame de esa
agua para que no sufra más sed»[2].
Quien tiene
sed, sufre. Quien no ha tenido sed, no sabe lo que es ese sufrimiento. Pero el
que la ha experimentado, sabe, y entiende lo que se siente. Jesús tiene sed de los
que sufren en su vida la sed del desamparo, la sed de justicia, la sed de paz, la
sed de santidad, sed de Dios…
Jesús,
que entiende al hombre y sabe lo hay en su interior[3], descubre las grietas del corazón
humano. Y por eso sabe cuáles son las llaves que abren sus corazones... La sed
del Corazón de Jesucristo es la llave que él tiene para abrirles a tantos
hombres los corazones endurecidos.
La cruz la hemos de llevar todos los hombres, cada uno la
suya. Pero esa cruz que se nos impone, pierde todo sentido si en ella no está
quien es la razón de la existencia: Jesucristo, Señor de la Vida y de la
Muerte.
Jesús tiene sed de salvación de todos los
hombres, y en Él la cruz de la vida, su cuerpo y su sangre se convierten en un
manantial donde los corazones de los hombres pueden aplacar la sed…
En su forma de vivir y en su predicación, Jesús expresa
una convicción fundamental: que Dios es un Padre bueno, que es Amor, gratuito y
generoso, y quiere que todos los hombres se salven[4],
lleguen a ser sus hijos[5]
y vivan como hermanos[6],
en paz y amor. Con él se inició un «Año de
Gracia»[7],
en el que llegará la paz y la liberación para todos los que, acogiendo su Palabra,
alejen de su corazón el egoísmo y la violencia[8].
Jesús centró su predicación en invitar a la conversión y anunciar
el Reino de Dios, inaugurado en Él mismo[9].
Este Reino se realizará plenamente en el mundo nuevo de la Resurrección, más
allá de las fronteras de la muerte. La adhesión de los hombres a este anuncio
de Jesús, por la fe y la conversión, abre la posibilidad y la obligación de
realizar ya en este mundo, de manera anticipada, los rasgos esenciales de este
Reino de reconciliación y de paz, que son: misericordia, justicia, amor,
verdad, liberación y libertad para los oprimidos, hasta que el Señor vuelva.
El
Reino de Dios es como un gran banquete al que todos los hombres son invitados a
sentarse juntos y a participar de la misma mesa[10].
Con este ánimo, Jesús invita a sus discípulos a practicar la Ley del Amor y el
servicio desinteresado; proporciona confianza a los pobres, enfermos y
pecadores; y anuncia un mundo reconciliado, en el que todos los hombres vivan la
alegría del Evangelio.
¿Cuál es la sed que gobierna mi vida? ¿Qué hago con mi sed?
¿Cuál es la sed que me mueve? ¿Hacia dónde me dirige mi sed?[11]
Oración
«Señor, tú eres mi Dios,
a ti te busco,
mi alma tiene sed de ti,…»[12]
«Tú tienes sed ¿de qué, oh Fuente Viva?
En el manantial quebrado de tu Cuerpo
los ángeles se sacian.
Y todos los humanos
bebemos en tus ojos moribundos
la luz que no se apaga.
Tierra de nuestra carne, calcinada
por todo el egoísmo que brota de la Humanidad,
tienes la sed del Amor que no tenemos,
ebrios de tantas aguas suicidas...
Sabemos, sin embargo,
que será de esa boca, reseca por la sed,
de donde nos vendrá el Himno de la Alegría,
el Vino de la Fraternidad,
¡la crecida jubilosa de la Tierra Prometida!
¡Danos sed de la sed!
¡Danos la sed de Dios»![13] Amén.
[1] Cf. Jn 4, 10
[2] Jn 4, 15
[3] Jn 2, 25
[4] 1Tim 2, 4
[5] Ef 1, 5
[6] Rom 8, 29.
[7] Lc 4,19
[8] Constructores de la paz, CXI
Reunión de la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española, Nº
28-31.
[9] Mt 4, 17; Mc 1, 15
[10] Cf. Mt 22,1-4
[11] Para esta meditación, ver también www.fraynelson.com
[12] Sal 63, 2
[13] Pedro Casaldáliga
Sexta
“Todo está cumplido”[52]En efecto,
en lo que concierne a la vida y obras de Jesús, todo está cumplido. Ya no hay
marcha atrás para la Redención. Jesús, clavado de pies y manos, cuelga de la
cruz, bajo un sufrimiento inefable. Los clavos, que inmovilizan esas manos que sólo
bendecían, perdonaban los pecados, dieron la vista a los ciegos, acariciaron a
los niños y partieron el pan, ahora impiden que Jesús muestre con ellas que
seguirían bendiciendo; y en sus pies, esos clavos imposibilitan cualquier
movimiento; esos miembros que recorrieron tantos caminos polvorientos sin
descanso, para buscar a la gente necesitada de escuchar la Buena Noticia.
Toda su vida y la de la humanidad está ante sus ojos... En su persona se han
cumplido las Escrituras al pie de la letra y, misteriosamente,[1]
toda la Historia de la Salvación
adquiere sentido. Un sentido de Redención y de liberación del pecado para el
hombre y la creación entera.
Efectivamente, el
hombre, creado por Dios, es su imagen y
semejanza[2], libre y responsable de sus actos; libre
con poder de abusar de su libertad y de contravenir los deseos de Dios y libre
para hacer el bien. El hombre, que optó por el pecado, se separó de Dios. Aun
así, no está totalmente corrompido: tiene conciencia del mal y pide con todas
sus fuerzas un Redentor[3] que le abra nuevamente el corazón de Dios.
Durante toda su historia, el hombre ha demostrado tener nostalgia de Dios[4].
Pero no podía alcanzarlo ya por sus propios medios, porque Dios lo había echado
del Edén[5],
lejos del Árbol de la Vida[6]
hasta que se cumpliera la plenitud de los tiempos, cuando aparecería el Salvador.
Dios es Santo y no puede tolerar el pecado del hombre, por eso lo iba a
exterminar de la tierra[7].
Con todo, el Señor ha sido paciente y ha admitido una espera con miras a la
penitencia[8].
Así lo relata la Historia de la Salvación recogida en las Sagradas
Escrituras. Dios elige a Noé, «varón
justo y perfecto entre sus contemporáneos que siempre anduvo con Dios»[9]. De esta manera se prolonga su Plan de Salvación:
el arca es el instrumento de salvación para Noé y su familia. Del arca saldrá un
grupo elegido para iniciar una humanidad nueva, una especie de “nueva
creación”. Nuevamente Dios repite el mandato de la creación primigenia: «Creced y multiplicaos, llenad la tierra y
dominadla»[10].
Esta humanidad salvada
del diluvio es objeto de una promesa renovada de Dios[11] y se relacionará con su Señor en régimen
de alianza[12]; señal de esa alianza será el arcoíris[13]. Y la nueva humanidad surgida después del
diluvio se extenderá por toda la tierra[14].
El Plan de Dios
avanza a través de la historia (incluso hoy), pero siempre esperando la
colaboración del hombre, a pesar de sus interminables infidelidades.
Después de Noé, la
elección de Dios para continuar su plan salvífico recayó en Abraham, destinado
a ser el origen de una nueva bendición y de quien surgirá un gran pueblo[15]. Abraham recibió esta promesa como un gran regalo
de Dios[16]
y su respuesta fue fe y obediencia
ciegas, aceptando confiado[17]
la palabra y el plan misterioso de Dios[18].
De la descendencia
de Abraham surgen líderes como Isaac y Jacob, de quienes procederá una numerosa
prole, de la cual surgirán las doce tribus de Israel[19].
Con el
advenimiento de una gran penuria económica, el pueblo de Israel se ve obligado
a establecerse en Egipto, potencia económica de aquella época.
Con el tiempo, el pueblo de Israel crece en Egipto, un país extraño, hasta
hacerse allí muy numeroso, pero ya en condiciones de servidumbre y esclavitud: «Pasado mucho tiempo, los hijos de Israel
seguían bajo dura servidumbre y clamaron. Dios oyó sus gemidos y se acordó de
su alianza con Abrahán, Isaac y Jacob. Miró a los hijos de Israel y atendió [a sus ruegos]»[20].
La atención de Dios a su pueblo se concretó en un hombre llamado Moisés[21]
a quien se reveló en la zarza que ardía sin consumirse[22]
y a quien envía al faraón para sacar a su pueblo de Egipto[23].
Dios capacita a
Moisés para la misión y éste, después de excusas, acepta, aunque tiene que
enfrentarse con la incredulidad de su pueblo[24] y con la dureza del faraón[25], quien representa la encarnación del
pecado.
En la historia de
Israel quedará grabado para siempre que esta liberación ha sido obra de Dios[26], que Moisés ha sido el instrumento y que
el pueblo ha sido el beneficiado. Esta victoria de Dios contra los enemigos del
pueblo elegido es un signo inequívoco del Plan de Salvación[27] y, además, será signo manifiesto del Plan
Redentor que se cumplirá en Jesucristo, cuando llegue la plenitud de los
tiempos[28].
Efectivamente, las
promesas hechas al pueblo de Israel se hacen
realidad en Jesús de Nazaret, quien, con el Mandamiento del Amor[29], perfecciona la ley de Moisés y los Profetas[30] y da, a quienes se acerquen a él, su
cuerpo en alimento y su sangre en bebida de salvación[31], sellando así una Nueva Alianza con su muerte en la Cruz[32].
Y aunque Jesús
termina su vida como un fracasado, sólo lo será en apariencia, porque con su
pasión y su muerte alcanzó la fecundidad del grano de trigo que sembrado en la
tierra, fructifica en una espiga llena de granos[33].
La Resurrección de
Jesús al tercer día de su muerte en la cruz será el hecho que corone la nueva
creación[34], y que incluye el envío de sus discípulos
a todo el orbe, para anunciar la Buena Nueva a toda la Creación[35] con la fuerza del Espíritu Santo.
Desde entonces, «por Cristo, con él y en él»[36], el hombre puede volver a estar en
perfecta comunión con Dios, su Creador y Señor…
Oración:
Señor, qué
perfectos son tus tiempos. Ayúdame a aceptar y cumplir dócilmente tu plan sobre
mí, para que al final de mis días pueda yo repetir confiado con Jesús: todo lo
que Dios quería de mí está cumplido. Amén.
[1] Ef 1, 9
[2] Gén 1, 26; Ef 2, 10
[3] Job 19, 25
[4]“Nos
creaste para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en
ti” (s. Agustín, Confesiones I,
I.1). Cf. José Ramón Viloria Pinzón, La
religiosidad popular en América Latina y el Movimiento de Cursillos de
Cristiandad, Ed. Trípode, Caracas, 1995, pág. 17.
[5] Gén 3, 23
[6] Gén 3, 22
[7] Gén 6, 7
[8] Cf. Rom 11, 2; 1Pe 3, 2
[9] Gén 6, 9
[10] Gén 9, 1-7
[11] Gén 8, 22
[12] Gén 9, 11
[13] Gén 9, 17
[14] Gén 9, 11
[15] Gén 12, 2-3
[16] Gál 3, 18
[17] Rom 4, 18-225
[18] Gén 12, 14; 15, 6; cf. Ef 1, 9; Col 1,
25-26
[19] Gén 49, 28.
[20] Ex 2, 23-25
[21] Ex 2, 1-10
[22] Ex 3, 1-6
[23] Ex 3, 10
[24] Ex 5, 22-23
[25] Ex 11, 14
[26] Ex 13, 3
[27] Is 11, 16
[28] Cf. Gál 4, 4
[29] Mt 22, 38-39
[30] Mt 5, 17
[31] Lc 22, 19-20
[32] Heb 10, 5-7
[33] Cf. Jn 12, 24-32.
[34] Gál 6, 15
[35] Mc 16, 15
[36] De la Plegaria
eucarística
Séptima
Jesús prosiguió
orando hasta que la muerte le sobrevino... Con toda libertad y lucidez entregó
al Padre aquella vida humana que del Padre había recibido.
Dice
el Evangelio que «Jesús gritó muy fuerte»[1],
e inclinando la cabeza, entregó su Espíritu. Así, mientras en Jerusalén se
preparaba el cordero pascual judío, Jesús, el Cordero de Dios, nuestra Pascua
definitiva, era inmolado para la redención del género humano.
Éste que ahora
contemplamos yerto en la cruz es el cuerpo de Jesús, «el carpintero, el hijo de María», el que asistió a las bodas de Canán
y transformó el agua en vino; el que ayunó y fue tentado en el desierto; el que
inició su ministerio manifestándole a la gente ««Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y
creed en el Evangelio»[2];
es el mismo que eligió al grupo de Apóstoles; el que enseñó mediante parábolas;
el mismo que sanó enfermos, lloró por el amigo y resucitó a los muertos; el
mismo que llamó a los pecadores, el que proclamó las Bienaventuranzas, el que
multiplicó los panes y los peces; el mismo que sintió compasión, el que caminó
por las aguas y calmó la tempestad; es el mismo que asombró a su pueblo y
entusiasmó a la gente porque todo lo hacía bien[3]; el que se transfiguró en el monte, el que
libró del maligno a los poseídos y perdonó los pecados; el que nos dio la oración
del “Padrenuestro” y el que asumió la defensa de la mujer, porque aquella
sociedad la desestimó y porque ella, muchas veces, carga con la culpa propia y
la del varón; es el mismo que dio esperanza a quienes lo seguían, el que nos
dio el mandamiento del amor, el que nos reveló un Padre bueno y nos prometió el
cielo; el mismo que nos entregó la Eucaristía y, con ella, el vínculo de amor
con los demás sacramentos para el mundo.
El Viernes Santo, la Iglesia recordará la Pasión y Muerte
de Jesús y repetirá sus palabras en la Cruz. Esas palabras van a explicitar lo
que predicó Jesús, y aclararán lo que de Él se anunció. En efecto, las palabras
de Jesús, acompañadas por los hechos que recordamos esta semana y que, finalmente,
fueron coronados por el acontecimiento de la Resurrección el domingo de Pascua,
van a dar pleno sentido a lo que Él creyó, a lo que esperó, a lo que predicó
durante su vida, y lo más importante, por lo cual entregó su vida.
«Hay mayor felicidad en dar que en
recibir»[4]. Esta frase, tomada de
los Hechos de los Apóstoles, es uno de los grandes misterios del hombre. Sólo
así se explica que la vida de Jesús fuera un permanente darse por entero al servicio
de los demás, una existencia de “gastarse” por los otros. Su entrega fue total
y, al final, no le quedó ya nada en qué apoyarse, sino en el amor del Padre.
Contemplamos en esta entrega el fundamento del Sacerdocio de Cristo: dar su
vida para que nosotros la tengamos, disfrutemos de ella y nos salvemos.
El
sacerdocio ordinario lo realiza todo aquél que, olvidándose de su propia vida,
la dona a los demás. Es el principio que prevaleció en la decisión de nuestros ministros
ordenados cuando optaron por consagrar su vida a Dios. También el de las
religiosas y religiosos. Y es igualmente la esencia de la elección de los
esposos que se van “gastando” el uno para el otro; es, así mismo, lo que conduce
a los padres a sacrificarse por sus hijos; y es, en fin, toda donación de sí por
los demás.
Aunque
el presbítero ejerce un sacerdocio ministerial pleno, todo sacerdocio común participa
de cierta manera del sacerdocio único de Cristo[5].
La labor del médico se justifica porque
existen pacientes: a ellos se entrega el galeno; el barrendero consciente sabe
que su trabajo hará del ambiente un lugar higiénico y apto para que la gente
pueda circular por las calles sin tropezar con la basura, permitiendo, además,
que el transeúnte disfrute de los espacios públicos y de la higiene del medio.
Jesús decía que el más importante entre todos es el que más sirve. ¿Será por
eso que mamá es el corazón dentro del hogar?
Todos
estos actos, realizados por amor, se convierten en ofrenda a Dios. Quien ama y
defiende la vida es un “biófilo”, “hijo de la vida”, se deleita en ella y lucha
por ella. Es lo constitutivo del hombre, que ha sido llamado por Dios a ser su
cocreador. Por el contrario, quien siembra muerte, divide y destruye es un “necrófilo”.
Los necrófilos, esparcen la muerte en cualquiera de sus formas: mentiras,
discordia, desunión, injusticia, conflicto y guerra. Lo hacen porque se han
hecho servidores de la muerte. Muerte que puede venir disfrazada de múltiples
formas: crispación, violencia, asesinato, aborto provocado y eutanasia, todas
ellas expresiones extremas del homicidio físico; pero también en sus
manifestaciones igualmente graves, como el asesinato moral (el atentado contra
la reputación de una persona) y hasta el asesinato espiritual (el escándalo, la
corrupción y la violación de las normas morales). «Por sus frutos los reconoceréis»[6].
«Jesús gritó muy fuerte”: ‘Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu’».
Cuántos Jesús
hay en estos momentos gritando muy fuerte contra las injustas agresiones que
esta sociedad egoísta les inflige: La voz grave y afligida de los hombres y
mujeres que no encuentran empleo ni sustento para sus familias; la voz de los
sin-techo que no encuentran cobijo para llevar una vida digna; la voz de tantas
madres e hijos que son abandonados físicamente o de hecho por padres
irresponsables; la voz vigorosa de los jóvenes que exigen ser tomados en cuenta
y reclaman un espacio para construir un presente y un futuro mejor; incluso la
voz muda de los niños no nacidos y la de otros muchos que son objeto de violencia,
de abandono y de manipulación a causa de tanto egoísmo en el corazón del hombre.
Debido a estos pecados, enraizados en lo más
profundo de las estructuras sociales, Jesús grita con voz potente: Padre,
encomiendo el espíritu de cada pobre, de cada niño, de cada persona abandonada
y que sufre. Te los encomiendo, a cada uno de ellos, porque son tus hijos
predilectos, tienen mi rostro y sufren la cruz del abandono…
Hoy contemplamos a
un Jesús que cumplió admirablemente la misión que le encomendó el Padre,
deshaciendo las obras del Diablo[7] y desenmascarando la seducción y el engaño
que el Mal provoca al hombre. Por eso, Jesús puede ahora pronunciar: «Padre,
en tus manos encomiendo mi espíritu».
Nuestra vida constituye
un tiempo de Gracia para responder al llamado de Cristo, tomando cada uno su
cruz diaria y caminando al lado de Él. Si así lo hacemos, gastándonos a diario
en el cumplimiento de nuestros deberes humano-cristianos, estaríamos en
condiciones de repetir confiadamente, no sólo en el ocaso de nuestra
existencia, sino desde la cotidianidad: «Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu».
Oración:
Señor:
¡deseo ardientemente cumplir siempre tu voluntad! Te ruego me ayudes y
sostengas mi débil fe. En tus manos, Señor, encomiendo mi vida. Amén.
Significado de las abreviaturas colocadas en las
citas
Ap Libro del
Apocalipsis
1Jn Primera carta del
apóstol san Juan
1Tim Primera carta del apóstol san Pablo a
Timoteo
2Cor Segunda carta del
apóstol san Pablo a los corintios
CIC Catecismo de la
Iglesia Católica.
Col Carta del apóstol
san Pablo a los colosenses
Ef Carta del apóstol
san Pablo a los efesios
EN Exhortación
apostólica del Papa Pablo VI, Evangelii nuntiandi, 8-12-1975
Ex Libro del Éxodo
Gál Carta del apóstol
san Pablo a los gálatas
Gén Libro del Génesis
GS Gaudium et spes, Constitución Pastoral del Concilio Vaticano II, Sobre la
Iglesia en el Mundo Moderno. 7-12-1965.
Hch Libro de los Hechos
de los Apóstoles
Heb Carta a los hebreos
Is Libro de Isaías
Jn Evangelio según
san Juan
Job Libro de Job
Lc Evangelio según
san Lucas
LG Lumen gentium,
Constitución Dogmática del Concilio Vaticano II, Sobre la Iglesia,
21-11-1964
Mc Evangelio según san
Marcos
Mt Evangelio según san
Mateo
Rom Carta del apóstol san
Pablo a los roma-nos
Sal Libro de los
Salmos
[1] Lc 23, 46; Mc 15, 37
[2] Mc 1, 15.
[3] Cf. Hch 10, 38
[4] Hch 20, 35
[5] LG 10
[6] Mt 7, 16
[7] 1Jn 3, 8
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