jueves, septiembre 11, 2014

EL HECHO INACABADO DE LA CREACIÓN




«Dios mío,... eres Tú quien está en el origen del impulso, y en el término de esa atracción,... Y eres Tú también quien vivifica para mí, con tu omnipresencia (mucho mejor que lo hace mi espíritu por la Materia que él anima), las miríadas de influencias de que en todo instante soy objeto. En la vida que brota en mí, en esa Materia que me sostiene, hallo algo todavía mejor que tus dones: te hallo a Ti mismo; a Ti que me haces participar de tu Ser y que me moldeas.

En verdad, en la regulación y  la modulación iniciales de mi fuerza vital, en el juego favorablemente continuo de las causas segundas, toco, lo más cerca posible, las dos caras de tu acción creadora; me encuentro con tus dos maravillosas manos y las beso: la mano que aprehende tan profundamente que llega a confundirse en nosotros con las fuentes de la Vida, y la que abraza tan ampliamente que a su menor presión los resortes todos del Universo se pliegan armoniosamente a un tiempo.»

(Pierre Teilhard de Chardin, El Medio Divino)


Es evidente que nuestro mundo pertenece a un Universo en constante evolución. La Tierra existe desde hace más de cuatro mil quinientos millones de años y la aparición de la vida en ella se sitúa entre dos mil quinientos y tres mil millo

Partiendo de todos los resultados aportados por las diversas ciencias, especialmente por la paleontología bioquímica, se ha establecido que la vida surgió de la materia por un proceso de evolución «espontánea» a partir de un caldo de proteínas.
Mediante una serie de argumentos, sólidamente fundamentados en las ciencias  
En cierto momento de este proceso evolutivo «aparece» el Hombre como depositario de un elemento no presente en ninguna otra criatura: el espíritu. Y, como consecuencia, «todo el universo dio un salto gigantesco hacia adelante».

Ese avance (o «salto cualitativo» como lo denominan algunos autores), fue el comienzo de un movimiento que se prolongaría en el tiempo y se mantendrá mientras exista la criatura más amada por Dios: el Hombre.
La persona
Santo Tomás de Aquino, citando a Aristóteles, dice que el ser humano es comparable al horizonte, porque en él parece que se tocan el cielo y la tierra, lo terreno y lo espiritual. Es una creatura que representa un punto de contacto entre el espíritu y la materia, entre la naturaleza angélica y la naturaleza animal. Es materia espiritualizada. Es, de alguna manera, un ser híbrido y también un compendio de todos los niveles de la creación. Y por lo tanto constituye una síntesis de la creación.

Para Teilhard de Chardin, no tiene objeto hablar de espíritu y materia; a sus ojos hay «espíritu-materia»: materia en proceso de espiritualización.
La evolución, por tanto, se asocia a la idea de transformación o tendencia hacia otro estado. En el orden teilhardiano significa la unificación de la materia alrededor de un Centro que revela, crea y se crea a sí mismo.
Sin entrar en especulaciones sobre las teorías del P. Teilhard, bástenos mencionar aquí que el desaparecido místico de la materia calificó a este tipo de fenómeno evolutivo con el nombre de
Por esta acción, las formas «superiores» evolucionan (se orientan, se «complejifican»

Vivimos en un cosmos «cuantificado» y «orientado» hacia su Creador. Pero ello se lleva a cabo bajo la técnica de buscar «a tientas»; algo así como actuar bajo el ciego influjo de la fe.

Encontramos aquí al Hombre como «punta» de lanza de la evolución, que al mismo tiempo que descubre angustiado su finitud, encuentra esperanza en la dirección que le ha trazado el Creador. Está en él, no cambiar el sentido de la dirección del Progreso, sino colaborar con esa Fuerza a fin de precipitar la culminación del Reino en el tiempo más corto posible. De hecho, una forma particular de definir el pecado se explica desde esa perspectiva.
En este cosmos encontramos a Dios que actúa como principio animador de la individualidad y de la totalidad. Dios crea dentro de la evolución. El mundo no sólo no es un mundo acabado y estático, como lo sostenía Platón en la antigüedad. De ser así, nuestro Dios se ubicaría fuera de él, distanciado. Al contrario, el nuestro es un mundo en continua creación, en el cual Dios se encuentra actuando constantemente para dirigirlo y completarlo todo en un punto convergente, que no puede ser otro que el Cristo Total (punto Omega).



En ese misterioso esquema, el Cristo de los cristianos debe ser «ampliado» y «explicitado» de modo conveniente y no «encasillado» bajo una representación particular, amoldada a un interés personal y fútil. Sólo así puede ser entendido un Cristo sobrenaturalizado -resucitado y resucitador- y principio «

Cristo se presenta en la historia como el ser en el cual todo cuanto existe encuentra su significado. Él greso humanos. Cristo es el sentido de toda esta evolución, y Él mismo es el eje que la soporta. Al tener la certeza de sabernos amados De ahí el sentido de la exclamación

Así lo expresó San Pablo en el Areópago de Atenas, delante de filósofos epicúreos y estoicos: «en Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17, 28).

Realmente no existe contradicción alguna; es que, sin poder optar, todos los hombres estamos sometidos al tiempo. El tiempo nos ha sido dado para alcanzar la plenitud que “ya existe”, y que ya “es” una realidad concreta en Cristo glorificado, pero que no ha tenido pleno cumplimiento aún para nosotros; concretamente, en la dimensión temporal en la cual existimos.
En efecto, el Reino de Dios  está por realizarse. Se inició con la creación del hombre y, con Jesús de Nazaret, fue corregido el camino, desviado en los albores de la historia de la salvación por Adán y Eva. No obstante, el Reino de Dios sólo alcanzará su plenitud cuando todo se haya unido a Él.
Nos conviene, entonces, alcanzar esta situación, llegar a abrazar al Cristo Total. Por eso, los cristianos repetimos sin cesar con el apóstol Juan: «Ven, Señor Jesús» (Apoc 22, 20).



También san Juan Pablo II, de grata memoria, nos recuerda en la encíclica Redemptor Hominis, que la creación es un hecho acabado sólo en el misterio de la Redención, donde Cristo corona la creación entera, no como accesorio sino como realidad necesaria.
Ante verdad tan contundente, nuestra frágil condición es alentada a cantar agradecidos con el salmista:


¡Oh Señor, nuestro Dios,
qué glorioso es tu Nombre por la tierra!...

Al ver tus cielos, obra de tus dedos,
la luna y las estrellas que fijaste,
¿quién es el hombre, que te acuerdas de él,
el hijo de Adán para que de él cuides?

Apenas inferior a un dios lo hiciste,
coronándolo de gloria y de grandeza;
le entregaste las obras de tus manos,
bajo sus pies has puesto cuanto existe...

¡Oh Señor, nuestro Dios,
qué glorioso es tu Nombre por la tierra!...


(del Salmo 8).

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