«Dios mío,... eres Tú quien está en el
origen del impulso, y en el término de esa atracción,... Y eres Tú también
quien vivifica para mí, con tu omnipresencia (mucho mejor que lo hace mi
espíritu por la Materia que él anima), las miríadas de influencias de que en
todo instante soy objeto. En la vida que brota en mí, en esa Materia que me
sostiene, hallo algo todavía mejor que tus dones: te hallo a Ti mismo; a Ti que
me haces participar de tu Ser y que me moldeas.
En verdad, en la regulación y la modulación iniciales de mi fuerza vital,
en el juego favorablemente continuo de las causas segundas, toco, lo más cerca
posible, las dos caras de tu acción creadora; me encuentro con tus dos
maravillosas manos y las beso: la mano que aprehende tan profundamente que
llega a confundirse en nosotros con las fuentes de la Vida, y la que abraza tan
ampliamente que a su menor presión los resortes todos del Universo se pliegan
armoniosamente a un tiempo.»
(Pierre Teilhard de
Chardin, El Medio Divino)
Es evidente que nuestro mundo
pertenece a un Universo en constante evolución. La Tierra existe desde hace más
de cuatro mil quinientos millones de años y la aparición de la vida en ella se
sitúa entre dos mil quinientos y tres mil millo
Partiendo de todos los
resultados aportados por las diversas ciencias, especialmente por la
paleontología bioquímica, se ha establecido que la vida surgió de la materia
por un proceso de evolución «espontánea»
a partir de un caldo de proteínas.
Mediante una serie de
argumentos, sólidamente fundamentados en las ciencias
En cierto momento de este
proceso evolutivo «aparece» el Hombre como depositario de un elemento no
presente en ninguna otra criatura: el espíritu. Y, como consecuencia, «todo el
universo dio un salto gigantesco hacia adelante».
Ese avance (o «salto cualitativo» como lo denominan algunos autores), fue el
comienzo de un movimiento que se prolongaría en el tiempo y se mantendrá
mientras exista la criatura más amada por Dios: el Hombre.
La persona
Santo Tomás
de Aquino, citando a Aristóteles, dice que el ser humano es comparable al
horizonte, porque en él parece que se tocan el cielo y la tierra, lo terreno y
lo espiritual. Es una creatura que representa un punto de contacto entre el
espíritu y la materia, entre la naturaleza angélica y la naturaleza animal. Es
materia espiritualizada. Es, de alguna manera, un ser híbrido y también un
compendio de todos los niveles de la creación. Y por lo tanto constituye una
síntesis de la creación.
Para Teilhard de Chardin, no
tiene objeto hablar de espíritu y materia; a sus ojos hay «espíritu-materia»:
materia en proceso de espiritualización.
La evolución, por tanto, se
asocia a la idea de transformación o tendencia hacia otro estado. En el orden
teilhardiano significa la unificación de la materia alrededor de un Centro que
revela, crea y se crea a sí mismo.
Sin entrar en especulaciones sobre
las teorías del P. Teilhard, bástenos mencionar aquí que el desaparecido
místico de la materia calificó a este tipo de fenómeno evolutivo con el nombre
de
Por esta acción, las formas
«superiores» evolucionan (se orientan, se «complejifican»
Vivimos en un cosmos
«cuantificado» y «orientado» hacia su Creador. Pero ello se lleva a cabo bajo
la técnica de buscar «a tientas»; algo así como actuar bajo el ciego influjo de
la fe.
Encontramos aquí al Hombre como
«punta» de lanza de la evolución, que al mismo tiempo que descubre angustiado
su finitud, encuentra esperanza en la dirección que le ha trazado el Creador.
Está en él, no cambiar el sentido de la dirección del Progreso, sino colaborar con esa Fuerza a fin de
precipitar la culminación del Reino en el
tiempo más corto posible. De hecho, una forma particular de definir el
pecado se explica desde esa perspectiva.
En este cosmos encontramos a
Dios que actúa como principio animador de la individualidad y de
la totalidad. Dios crea dentro de la evolución. El mundo no sólo no es un mundo acabado y estático,
como lo sostenía Platón en la antigüedad. De ser así, nuestro Dios se ubicaría
fuera de él, distanciado. Al contrario, el nuestro es un mundo en continua
creación, en el cual Dios se encuentra actuando constantemente para dirigirlo y
completarlo todo en un punto convergente, que no puede ser otro que el Cristo
Total (punto Omega).
En ese misterioso esquema, el Cristo de los cristianos debe ser «ampliado» y «explicitado» de modo conveniente y no «encasillado» bajo una representación particular, amoldada a un interés personal y fútil. Sólo así puede ser entendido un Cristo sobrenaturalizado -resucitado y resucitador- y principio «
Cristo se presenta en la historia como el ser en el cual todo cuanto existe encuentra su significado. Él greso humanos. Cristo es el sentido de toda esta evolución, y Él mismo es el eje que la soporta. Al tener la certeza de sabernos amados De ahí el sentido de la exclamación
En ese misterioso esquema, el Cristo de los cristianos debe ser «ampliado» y «explicitado» de modo conveniente y no «encasillado» bajo una representación particular, amoldada a un interés personal y fútil. Sólo así puede ser entendido un Cristo sobrenaturalizado -resucitado y resucitador- y principio «
Cristo se presenta en la historia como el ser en el cual todo cuanto existe encuentra su significado. Él greso humanos. Cristo es el sentido de toda esta evolución, y Él mismo es el eje que la soporta. Al tener la certeza de sabernos amados De ahí el sentido de la exclamación
Así lo expresó San Pablo en el
Areópago de Atenas, delante de filósofos epicúreos y estoicos: «en Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch
17, 28).
Realmente no existe
contradicción alguna; es que, sin poder optar, todos los hombres estamos
sometidos al tiempo. El tiempo nos ha sido dado para alcanzar la plenitud que “ya
existe”, y que ya “es” una
realidad concreta en Cristo glorificado, pero que no ha tenido pleno cumplimiento
aún para nosotros; concretamente, en la dimensión temporal en la cual
existimos.
En efecto, el Reino de
Dios está por realizarse. Se inició con
la creación del hombre y, con Jesús de Nazaret, fue corregido el camino, desviado
en los albores de la historia de la salvación por Adán y Eva. No obstante, el
Reino de Dios sólo alcanzará su plenitud cuando todo se haya unido a Él.
Nos conviene, entonces,
alcanzar esta situación, llegar a abrazar al Cristo Total. Por eso, los
cristianos repetimos sin cesar con el apóstol Juan: «Ven, Señor Jesús» (Apoc 22, 20).
También san Juan Pablo II, de grata memoria, nos recuerda en la encíclica Redemptor Hominis, que la creación es un hecho acabado sólo en el misterio de la Redención, donde Cristo corona la creación entera, no como accesorio sino como realidad necesaria.
También san Juan Pablo II, de grata memoria, nos recuerda en la encíclica Redemptor Hominis, que la creación es un hecho acabado sólo en el misterio de la Redención, donde Cristo corona la creación entera, no como accesorio sino como realidad necesaria.
Ante verdad tan contundente,
nuestra frágil condición es alentada a cantar agradecidos con el salmista:
¡Oh Señor, nuestro Dios,
Al ver tus cielos, obra de tus dedos,
la luna y las estrellas que fijaste,
¿quién es el hombre, que te acuerdas de él,
el hijo de Adán para que de él cuides?
Apenas inferior a un dios lo hiciste,
coronándolo de gloria y de grandeza;
le entregaste las obras de tus manos,
bajo sus pies has puesto cuanto existe...
¡Oh Señor, nuestro Dios,
qué glorioso es tu Nombre por la tierra!...
(del Salmo 8).
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